Capítulo 5

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Ginger se levantó modorra y cuando puso un pie en la alfombra del lado izquierdo de la cama sintió que pisaba una mano.

Todavía no se acostumbraba a la presencia de Sebastian en su habitación.

Llevaba durmiendo dos noches en el suelo sobre mantas y muñecos de peluche gigantes que lo rodeaban, como custodiando su sueño.

Él dio un respingo que le hizo sorber el hilo de saliva que se escurría sobre una jirafa azul y despertó cuando sintió el machucón en los dedos.

—Lo siento —murmuró Ginger con el acento arrastrado de los que están atrapados entre el mundo de los sueños y la realidad.

Sebastian se estiró arqueando la espalda como un gato, bostezó y miró alrededor.

—¿A dónde vas? —preguntó en medio de un largo y profundo bostezo.

—Escuela.

Se incorporó apoyándose en los codos y la observó murmurar cosas, tambalearse, golpearse el dedo meñique del pie con una silla y darse un cabezazo con la puerta antes de que pudiera abrirla y salir arrastrando los pies. Extremadamente amodorrada.

Santo Dios, esperaba que no se cayera de las escaleras al bajar.

Aprovechó que Ginger no estaba para arrojarse a su suave y enorme cama. Dio un par de vueltas en el colchón sobre sí mismo, una hacia la derecha y otra de regreso. Enterró la cara en la mullida almohada y aspiró profundamente su aroma.

El aroma de Ginger. Era un olor entre floral y aceites para bebés tan embriagador que enterró la nariz profundamente hasta provocarse un estornudo. Se puso en pie y buscó su ropa (la del padre de Ginger en realidad) en el suelo. Se embutió los jeans y le pareció que le apretaban un poco en los muslos y el trasero. Una de dos, o el padre de Ginger tenía la complexión de un enano de Blanca Nieves o tenía el trasero tan plano como una tabla.

Bueno, el suyo no lo podía esconder de las miradas golosas de las mujeres así que le terminaba dando igual. Se metió la camiseta polo azul por encima de la cabeza y se calzó los zapatos italianos (de nuevo del padre de Ginger) que, por razones milagrosas le quedaron a la medida.

Cuando Ginger entró en la habitación atareada, pulcramente peinada con su trenza francesa a un lado, sus gafas, un sencillo vestido azul marino a mitad de la rodilla y la mochila al hombro, se quedó absorta al ver a Sebastian y le costaba imaginar...

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Cuando Ginger entró en la habitación atareada, pulcramente peinada con su trenza francesa a un lado, sus gafas, un sencillo vestido azul marino a mitad de la rodilla y la mochila al hombro, se quedó absorta al ver a Sebastian y le costaba imaginarse que hubiera algo visualmente más fabuloso que él.

Lo más destacable era la maravillosa forma en que le quedaba el pantalón de su padre y el negro cabello medio alborotado que le caía sobre la frente.

Cuando él le sonrió, se aceleró su corriente sanguínea y se palpó la nariz para cerciorarse de que no le escurriera sangre.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó él.

Lo que todo gato quiereDonde viven las historias. Descúbrelo ahora