Primer cuaderno, séptima parte

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Muchas veces albergué la determinación de suicidarme, de arrojarme a los coches en cualquier calle y esperar el fin

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Muchas veces albergué la determinación de suicidarme, de arrojarme a los coches en cualquier calle y esperar el fin. Quise el golpe de las ruedas rústicas desmembrándome. Pero nunca pasó. Quizá en el fondo de mí, ansiaba vivir. Jamás me di cuenta. Con franqueza, no me importó. Durante esa terrible noche, no lo quise averiguar. Solo mi alma conoce mi profunda añoranza por la muerte. Una muerte esperada con hastío. La muerte de un ser nacido solo para morir. Mi única esperanza.

Se espera parecerse a la naturaleza imperecedera, la cual nos hace vernos como esperpentos inútiles y carentes de sentido. Frente a la naturaleza se perece inmóvil. Es una maldición. ¿A qué paisaje podrían pertenecer los sucios, malévolos y minúsculos hombres? ¿A cuál yo?


***


Andrea veía por uno de sus ojos, bien abierto a diferencia del otro, un chocolate. Lo analizaba de cerca. Lo exponía a la luz de la mañana. Luego, sonreía y se lo llevaba a la boca. Eran días de color, no sé si de sabor pues me sentía desdibujado y abandonado. Si la vida tenía un sabor en ese entonces, no lo supe definir. No pude ni siquiera comer esos chocolates junto a Andrea. Incluso mientras estábamos juntos y disfrutábamos de tantas cosas, la realidad regresaba y se alimentaba de nuestras almas, era imposible ocultarla; engullía nuestras largas charlas, los versos y la poesía, la ópera y el jazz.

Los chocolates, de composición espesa, pueden hacernos rememorar un tiempo determinado. La envoltura puede trasladarnos a momentos mejores, aquellos donde el mundo es un paisaje lleno de colores y sabores, infinitos entre sí. Colores y sabores moldeados por el hombre.

Andrea, por ejemplo, aunque amaba el chocolate extranjero, repudiaba la cultura norteamericana. Buscaba entenderla y en algún punto buscó parecerse a ella, tal y como la envoltura busca parecerse a la forma real del chocolate. Pero, en el fondo, como todos los italianos, albergaba un gran odio hacia ella. Le vi guardar un trozo de chocolate en uno de los bolsillos de su pantalón, con la vergüenza dibujada en el rostro, como un niño abochornado de su propia travesura. Caminó hasta donde estaba y se sentó junto a mí. Movió sus manos para abanicarse a causa del calor y se estiró como a un gato en el sillón. Me sonrío con complicidad. Me miró entre los telares, los muñecos de algodón y la madera húmeda que reposaba en el taller. 

Andrea, por órdenes de su padre, despejó el ático de su casa para transformarlo en un taller. Había maniquíes de algodón y pesadas telas cubriendo las ventanas. Dentro del taller yo era libre de escoger cuánta luz deseaba. El lugar estaba provisto de todo lo necesario para pintar el retrato que había prometido. En algún momento, no lo niego, me asaltó la incertidumbre de cómo debía hacerlo, de si estaba bien seguir mi estilo o imitar otro. Recordé las pinturas en el sótano de la universidad y los comentarios respecto a ellas, incluso el rostro repleto de granos del joven encargado de pintar las nubes para la escenografía.

Marcello, 1920Where stories live. Discover now