Primer cuaderno, octava parte

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Mientras desayunaba en el jardín, miraba al señor Venturelli en la distancia

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Mientras desayunaba en el jardín, miraba al señor Venturelli en la distancia. Andrea se encontraba a mi lado; hojeaba un libro sobre reciente tecnología para el cine, bebía de su taza de café y untaba una tostada con mantequilla. Pude ver por la ventana, a un costado de mí, a Giovanna y a Venturelli sentados en el comedor principal. Aunque el señor Venturelli había bebido lo suficiente como para no sostenerse en pie la pasada noche, apenas se le llegó a notar. Ansioso de su imagen, intenté sobrellevar la conversación con Andrea mientras volvía a mirarlo de manera irremediable. Aún llevaba la misma camisa blanca de la noche anterior.

La brisa fresca del jardín no me sentó para nada bien porque las mismas pesadillas seguían mostrándose ante mí a plena luz del día. Todavía podía recordar el peso del señor Venturelli, el odio en los golpes recibidos en mi departamento e imágenes fugaces de mi hogar. Salvatore por otro lado se removía ansioso dentro de mí, atento a cada detalle, a cada gesto. Era como una presión en la parte trasera de mi cabeza.

Intenté al máximo disimular mi atracción hacia el señor Venturelli, me deleitaba acariciando su imagen en la distancia. Pero no se trataba de una atracción sexual aunque mi cuerpo reaccionara por sí mismo. Me identificaba con su oscuridad, con su crueldad. Sin saberlo, desde ese día cargué con anhelo y no lo supe comprender porque jamás había poseído uno.

Andrea me hablaba con migas de pan en la boca pero no podía prestarle suficiente atención. Cuando lo miraba se convertía en un fondo blanco en el cual yo recreaba mi deseo. Su rostro dejaba de pertenecerle. La curva de su nariz o la altura de sus orejas eran paisajes y colores. No hacía más que recordarme a su padre, aun cuando la sola comparación era traicionarlo.

Ignoré a Andrea y vi los tallos de los geranios que crecían en una de las veredas del jardín, se sostenían aún pese a la llovizna de la noche anterior. Pude ver el brillo de las gotas de agua bajo la sombra. Visualicé al señor Venturelli, de pie junto a los geranios, mojado. Imaginé su sentir. El misterio de sí mismo.

Mientras dejaba a un lado las fantasías, el mantel de la mesa de los señores se meció con suavidad y, en un instante, la mirada del señor Venturelli se encontró con la mía. Sus ojos me miraron durante un largo tiempo y pensé en todas mis melancólicas noches al ver cómo la taza de café subía hasta sus labios. Le sostuve la mirada y lo contemplé con lentitud sin pestañear. No pude poner en orden mi mente y me retrepé en el asiento. Su ropa no se arrugó cuando se acomodó en el respaldo del suyo. Cruzó una de sus piernas y puso el periódico sobre su regazo.

—Salvatore.

La voz de Andrea me trajo de vuelta a la realidad. Asustado, lo miré. Andrea alternó su mirada entre la ventana y la bandeja de tostadas. Buscaba mi distracción. Le sonreí y volví atraer su atención. Tomé una tostada y me la llevé a la boca. Él volvió a hablar.

Marcello, 1920Where stories live. Discover now