Primer cuaderno, decimoquinta parte

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Mi cuerpo fue devorado, consumido

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Mi cuerpo fue devorado, consumido. Probé la oscuridad tantas veces y nada logro saciarme. Nada pudo despertarme. Entregué mi cuerpo a sus manos, a su ausencia, a su rostro y a su colonia. No pude abandonarlo. Aun cuando fui rechazado, y solía estallar en el silencio, siempre estaba ávido de él, de ser tocado por su negra alma. ¿Y de no haber sido yo, entonces quién? ¿Quién hubiese llevado el dolor en mi lugar? ¿Quién hubiera tenido el valor de retratarlo? Me llené de inquietud al pensarlo.

La dirección de la nota me guío hasta un hotel. Andrea no regresó al departamento en días, yo solo tomé la determinación de ir sin pedirle permiso a él ni a nadie. Deodata no me preguntó a dónde iba cuando me vio salir. Con el mismo abrigo con el que había llegado a Nueva York, bajo la vivacidad de los colores del cielo, caminé como un hombre libre sin escapatoria, rodeado de su tóxica libertad. Guardé la nota en uno de los bolsillos de mi abrigo y me convertí en un completo idiota, no podía dejar de sacarla del bolsillo para mirarla una y otra vez. Un extraño humor me acompañaba ese día. El chofer mencionado en la nota llegó a recogerme y me miró como si fuese nada, salvo nubes y humo.

Las calles se volvieron un borrón desde la ventanilla trasera del coche. En ese borrón, entre la masa de color, vi el rostro de mi padre, la guerra, la muerte, a mi madre y a mis hermanos. Me encogí en el abrigo mientras pensaba en todo eso. Desee la muerte a manos del agobio de una vez por todas, pero yo sabía que no iba a ser tan simple. Si la muerte me visitaba lo haría de la peor manera. Me iba hacer retorcer. Prendí un cigarrillo para no echarme a llorar. Sonreí. Me deseé buena suerte. Me había engominado el pelo y me había aplicado colonia.

Me vi con esa estúpida sonrisa característica en el retrovisor del coche. Me preparé para lo peor, distraído y desganado. Prefiero no sacar cuenta de las veces que me levanté de la cama la noche anterior para cerciorarme de la realidad, comprobar la veracidad de la nota. No dormí porque no tenía confianza en mí. El miedo me haría tener un sueño pesado. El miedo me anestesia, nunca pude confiarle mis horas de sueño.

La imperturbable vida cotidiana se pintaba a sí misma desde la ventanilla. Brotaba oro de las manos de los transeúntes y de los vendedores ambulantes cuando recogían monedas con las manos mugrientas. La gran mayoría caminaba por ahí; fumaban, reían, me volvían loco.

Fue el viaje más largo de mi vida. Se me des- compuso el alma. Llegué agotado al hotel. A las fueras, un hombre cantaba una canción napolitana y de haber sido otro día me habría hecho llorar. Pero yo no estaba allí en realidad, en la entrada del hotel estaba una sombra idéntica a mí, escuálida y de sonrisa idiotizada.

El cantante se abanicó con un trozo de tela y me miró a los ojos. Sentado desde donde estaba, me indicó la entrada en un gesto que hizo con sus labios. Llevaba puesto un abrigo azul marino. Lucía como un ave después de sobrevolar el infierno.

¿Por qué no huyes, Salvatore? ¿Por qué eres tan leal?, pensé. Varias personas detrás de mí se adelantaron y entraron al hotel. No pintaba para nada ahí. ¿Por qué había ido? ¿Qué buscaba revivir cuando ya sabía que Salvatore estaba muerto en medio del océano?

Marcello, 1920Where stories live. Discover now