Segundo cuaderno, tercera parte

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Me obsesioné con Sweety Ray porque él compartía y batallaba las mismas guerras que me tenían preso y cuyo epicentro eran mi espíritu

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Me obsesioné con Sweety Ray porque él compartía y batallaba las mismas guerras que me tenían preso y cuyo epicentro eran mi espíritu. Dentro de sus ojos pude ver el dolor que me acosaba; esos ojos que yo pintaba hasta enloquecer. Su rostro me seguía al cerrar los ojos y sus líneas puras se iban mezclando con las calles, con el aire de la mañana. La cercanía de su voz siempre estaba presente, me murmuraba las palabras que quería oír, me liberaba del horror.

Sentado en la mesa con Sienna a la hora del desayuno, mientras pinchaba la yema del huevo y masticaba la tostada con jalea, me imaginaba el cuerpo de Sweety Ray, envuelto por esas delicadas telas de mujer, entorpeciendo su naturaleza, desgarrándolo en su forma para parecerse a un híbrido. Me enterneció en lo más profundo saber que debajo de esa forma, de esa decoración óptica, me esperaba un cuerpo liso sin curvas, con vello en lugares parecidos a los míos. Un matorral que danzaba libremente, cubriéndose de curvas, valiéndose de la delicadeza para hablar de sí mismo como ningún otro hombre se dignaría a explorar.

Dibujé su boca y de ella saliendo el licor; sus dientes masticando sus encajes. Pinté a Sweety Ray en las mismas posturas indecorosas que había visto en los recortes de periódico durante mi viaje en barco. Se podía verlo fumando, bebiendo hasta caer al suelo con el más sutil de los golpes; lo dibujé siendo íntimo, riendo con las mejillas coloradas y en medio de la oscuridad, abriendo con cuidado los pliegues de su ropa, invitándome a entrar pero no exclusivamente a mí, al mundo, a todo hombre roto y maldito.

Como me encerraba en el taller, Sienna no venía a visitarme durante esas horas en las cuales me dedicaba a fantasear con Sweety Ray y su voz desmembrada. Podía entregarme sin reservas al placer de saberme en soledad, sin ninguna mitad salvándome, sin ninguna mujer siendo mi sombra. Podía dejarme apabullar por la vida, esa que soñaba más amable y cruda que cualquier cosa. Sweety Ray me llamaba por mi nombre en los deseos expuestos de mi carne, de mi corazón; y me salvaba, me metía de nuevo en mi cuerpo, amarraba mi alma con la veracidad de la belleza y el bienestar.

Ese hombre me salvó sin que se diera cuenta, me inspiró a seguir anhelando la muerte, a dejarme llevar de la soledad porque algún día él vendría por mí, a la viña donde todo se cruza y todo se crea. Y los ángeles estarían vestidos como él, permitiendo que las partes más íntimas de su cuerpo se rocen con las sábanas que arropan el cuerpo violentado de Jesús; el cadáver que ninguno ha querido enterrar.

Las horas pasaban y yo estaba solo en casa, Sienna salía a verse con sus amigas, a conversar de política y arte con chicas ultrajadas, cansadas de la vida que llevaban, enemistadas con la sociedad que deportó a Eve Adams, uno de los iconos más grandes de la libertad sexual, y por ende su casa de té en la 129 MacDougal Street. Después de la noche en el bar de Jimmy, Sienna me comentó que se estaba aliando con el Heterodoxy Club, un grupo de feministas radicales, que continuarían divulgando el legado de Eve Adams a toda costa.

Yo por otro lado, entrada la noche, salía como loco al bar de Jimmy buscando a Sweety Ray. Las funciones que manejaba el club nunca especificaban qué día podías toparte con determinado performista, pero sí aquel día en especial en donde era inevitable no cruzártelo; en el caso de Sweety, sus presentaciones se hacían todos los jueves en la noche.

Marcello, 1920Where stories live. Discover now