Primer cuaderno, decimotercera parte

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Por un momento me alejé de la habitación. Ya no estaba en ella y no podía regresar. Aun con la escasa iluminación pude ver el rostro conmocionado de Andrea. Me pregunto si fui ingenuo o quizá absurdo. Con una insondable pesadez, acepto haber sido ambas cosas. Estaba desprotegido y eso solo podía humillarme. Viví de una ilusión. Tarde o temprano todo se transforma en una, no importa cuánto deseemos lo contrario o cuánto sacrifiquemos de manera ciega. Al final, la rueda siempre girará y aplastará todo hasta dejarlo en ruinas de donde surgirá una ilusión más.

Recuerdo haberme encogido dentro del abrigo y desear ser otro hombre. No puedo explicar cuánta necedad sentí. El deseo caprichoso de ser otro, de ser alguien más, opuesto a quien en realidad era.

Andrea sostenía mis brazos, me miraba de manera fija a los ojos e intentaba despertarme de un largo letargo. Me tomó entre sus manos como si fuera una estructura de papel que se caía de a pedazos al suelo. De esos ojos cálidos, de esa mirada perdida bajo la lluvia, no quedaba nada.

Deseaba sentir en ese momento la brisa cálida de mi país, oír los pasos de mi madre por las noches recorriendo el jardín. Quise ver las sábanas blancas tendidas junto al olmo, las canastas repletas de frutos maduros, las hojas cayendo sin remedio entre el anudar del viento.

Por un momento la imagen de mi padre, la imagen de cada uno de mis hermanos y las delicadas líneas del rostro de mi madre emergieron con una extraña calidez y una humildad sorprendente. Me sonreían y, junto a mí, el mar. Me miraban bajo el sol picante. Junto a ellos, el Andrea de mi pintura, con la mirada cargada de desesperanza y, en aquel momento, gélida. Pero al ver al nuevo Andrea, comprendí la inminente derrota.

Quise decir algo pero, ¿cómo era posible que Venturelli, la razón de todas mis pesadillas, se debilitara a causa de mi existencia y de mi oscuridad? Era inaudito.

Al enterarme de la verdad, sentí como si jamás hubiera escapado o avanzado. Aún me movía por terrenos desconocidos. No importaba cuántas razones le brindara a la oscuridad, esta siempre me dejaba solo. Sentí al mundo gritar eufórico a mis espaldas, me exigía la rendición. Sentí el peso de ser diminuto.

—Si tanta amargura te ocasiona tu padre —dije—, acaba con su vida tú mismo. La vida te dotó de inteligencia, de belleza e ingenio. Nadie mejor que tú podría hacer algo como eso y no verse absurdo, ni mucho menos ridículo. Tú eres la persona adecuada.

Se alejó de mí sin decir nada. Lo vi reflexionar sobre mis palabras mientras se acomodaba su traje. Prendió un cigarrillo. Bebió un gran sorbo de la copa de Bertoni y volvió a mirarme, distante. Ninguno de los dos dijo nada pero el ambiente del despacho estaba cargado de complicidad, de secretos; algunos un tanto obvios y otros nostálgicos. Secretos revelados con recelo que nos ataban. Dada la situación, decliné su oferta. Andrea era un hombre que no aceptaba negativas pero no me importó. Fui sincero con él por los recuerdos compartidos, por la amistad extraña y transcendental, la cual yo todavía sentía viva.

Marcello, 1920Donde viven las historias. Descúbrelo ahora