Capítulo 08: El arma perfecta

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En varias oportunidades me permití pensar en cómo podría salvar a otra persona sin tener el beneficio de un don, o algo a mi favor que me hiciera sentir poderosa

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En varias oportunidades me permití pensar en cómo podría salvar a otra persona sin tener el beneficio de un don, o algo a mi favor que me hiciera sentir poderosa. Pareciera que desde el momento en el que nací, traje conmigo esa necesidad de sentirme la heroína en la historia de alguien más, como si solo eso pudiese sacarme de encima la debilidad que siento todo el tiempo.

Muchas veces llegué a la conclusión de que lo que necesitaba era hacer un intercambio. Una acción interesante a cambio de un don interesante. Así intentaba imaginarlo.

En mi inocente niñez, pensé en salvar gatos en peligro. En un árbol, cualquier cosa de esas, como las historias que me contaba mamá. Sin embargo, cuando vives en un lugar en donde nadie se preocupa por un gato en un árbol, eso da igual. Y que, quienes lo hacen, no los dejan subir a árboles. O, si de por casualidad llegan a hacerlo, usan su don para bajarlo. A veces puede ser así de difícil encontrarse con alguien que tenga su gato atrapado en un árbol.

En otras oportunidades menos infantiles, me imaginé dejándome morir por otra persona. Ofreciendo mi vida a cambio de la de otra. Sin embargo, nunca se dio la oportunidad. Y, aunque eso hubiese pasado, si moría, ¿qué caso había? No tendría un don estando muerta.

Así que casi se me hizo imposible encontrar algo con lo que ayudar. O, mejor todavía, algo que aportar a esta sociedad. Un don que mejorar hasta tener el completo dominio sobre él, como hizo mamá con el suyo, o Edgar, o cualquier persona dentro de la OCD. Mientras más intentaba seguir sus pasos, más se sentía como si estuviese caminando sobre las cenizas de un fuego que, mientras iluminaba al resto de personas, a mí solo terminaba quemándome.

Pero ahora mismo, de nuevo en el vestíbulo del Ala A de la OCD, tengo un remolino de sentimientos girando incansable en mi estómago. Ya no tengo manos, ahora las reemplazó un rio de sudor que las recorre de un extremo al otro. Solo hemos sido seleccionadas tres personas. El muchacho desconocido, Sue y yo. Del resto, todos se quedaron en el laboratorio junto a Edgar. Kristen Hale nos escoltó de regreso al vestíbulo, hablando sin parar de nuestras nuevas reglas.

—Serán reintegrados al Ala B con el otro grupo —nos informó antes de que llegáramos aquí, hablando en voz alta, clara y rápida—. Pero para ello necesitarán un don. La única forma que tenemos de darles uno es a través de un nuevo método que encontró Edgar, pero para ello necesitábamos personas que ni siquiera tuvieran el suero en su sangre.

Sue, tan confiada de sí misma como siempre, fue la única que se atrevió a interrumpir el soliloquio de Kristen.

—¿Qué sucederá con los demás? —preguntó.

La instructora, fingiendo una cordialidad forzada, apenas se detuvo al escucharla.

—No es de su incumbencia —respondió, limitando todavía más la información que están dispuestos a brindarnos—. Vamos a atenernos a lo que nos concierne. Lo que a ustedes importa ahora es todo lo referente al grupo B. Olvídense del laboratorio, del Ala A, incluso de Edgar. Están destinados a otro tipo de cosas a partir de ahora.

Deja que brille ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora