Capítulo 5: Montaña rusa de ánimos

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La última partícula de ceniza cayó de la urna de papá. Yo le había dado lo poco que quedaba a Theo para que él terminara de arrojarlas al mar, ya que no podía continuar. Me dolía mucho hacerlo, me dolía mucho deshacerme de lo que quedaba de ellos. Douglas miró con dolor cómo mi hermano dejaba la urna en donde había estado su amigo en el suelo de la lancha. Theodore me miró con lágrimas en los ojos y se abalanzó a abrazarme. Solté un sollozo y cerré los ojos, tratando de hacer que el movimiento de la lancha sobre el agua me tranquilizara. El dolor en mi pecho era menor que cuando habían pasado dos días, porque había logrado entender que tenía que salir adelante. Tenía que ser fuerte por Theo y por mí. No quería que sintieran compasión por la joven inútil y huérfana que tenía que criar a su hermano menor. Quería llevar las riendas de la situación.

El dolor era inevitable, pero el sufrimiento era opcional. No podía permitirme caer en el pozo y no pretender salir de allí. No podía auto-compadecerme y esperar que las cosas simplemente sucedieran. No podía quedarme quieta y ver cómo mi hermano crecía sin la atención y el apoyo que necesitaba. No podía solo pensar en mi situación. Tenía que levantarme y seguir creciendo. Tenía que ponerme los pantalones y llevar adelante a una familia. Porque, aunque fuéramos únicamente dos, éramos una familia. Y, si bien dolía no ser la misma familia de antes, teníamos que recuperarnos para luchar por nosotros, nuestros sueños y nuestras vidas.

— Iremos juntos contra el mundo si es necesario, enano —le susurré. Él me apretó un poco más fuerte y siguió llorando.

— Los extraño mucho, Fran... —Levantó la cabeza y miró el océano.

— Yo también, Theo. Yo también —contesté y suspiré.

Miramos el inmenso mar, supuse que los dos pensábamos lo mismo. Hermoso y peligroso. Nos había arrebatado a la familia que solíamos ser, nos había dejado casi solos en el mundo. Doug puso sus manos en nuestros hombros y los apretó amistosamente. Nos dejó unos cuantos minutos en silencio, los dos abrazados, mirando cómo el agua nos movía en la lancha. Yo bajé mi mano y acaricié el agua. No podía sentir rencor, por más que quisiera. Sumergí mi mano y la moví un poco. Sentí un toque en mi dedo y me alarmé, sacando la mano inmediatamente. Asomé la cabeza para tratar ver qué había sido, pero era inútil. No se veía nada más que el reflejo del cielo gris.

Cinco minutos después, Douglas puso en marcha la lancha para volver a Partenón. Al llegar, nos despedimos de él y fuimos con Theodore a nuestra solitaria casa. Estaba silencioso y apagado, como estuvo durante el tiempo que enfrentábamos el duelo, así que decidí cambiar eso. Me acerqué al estéreo y puse uno de los discos de rock ochentero de mi padre. Era un enganchado que le había hecho yo a los diecisiete años, y eran todas canciones que nos gustaban. Subí el volumen al máximo y me puse a cantar la letra mientras limpiaba y ordenaba las cosas que estaban fuera de su lugar. Traté de no ponerme mal cuando agarraba cosas de Sonia o de papá que estaban desperdigadas por ahí. Todavía no sabía qué iba a hacer con sus cosas, no quería tocarlas aún. Mi hermano me miraba extrañado desde el sofá mientras yo movía el trasero al compás de "Sweet Child o' Mind". Le hice muecas raras y él se rio levemente, negando con la cabeza.

Terminé de limpiar el comedor, la cocina y la sala de estar, y decidí que iba a preparar algo para comer. En el refrigerador había para hacer pescado, pero no había nada para acompañar, así que agarré la tarjeta para ir a sacar dinero del cajero y comprar algo. Estaba anocheciendo ya, así que me puse una sudadera de mi padre y salí, luego de avisarle a Theo que había dejado el pescado en el horno. Miré el mar por un momento y el juego de luces anaranjadas me maravilló, como todas las tardes. Suspiré y caminé rumbo al cajero que quedaba a dos calles. Los niños estaban entrando a sus casas luego de una cansadora tarde jugando a la pelota, las ancianas guardaban las sillas que ponían en las puertas de sus casas, los perros de Stan, el joyero, me perseguían y me movían la cola.

EscamasWhere stories live. Discover now