09. Luces del horror

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Como cualquier individuo, si existe un atentado contra la vida de varias personas, lo más sensato es correr despavorido y poner en alerta a toda la comunidad. Muchos deben de estar petrificados, pero eso no se aplicaba a mí. Después de haber trabajado como policía en Rusia por tanto tiempo, las masacres eran pan de cada día.

La explosión en el burdel me dejó aturdido por sus fuertes ondas, pero no podía darme el lujo de esperar a que mi lesión sea atendida por los paramédicos que correteaban de lado a lado, auxiliando a los clientes y peatones que se quedaban en medio de la pista, sollozando.

Ingresé al vehículo deprisa, encendiendo el motor con brusquedad y pisé el acelerador a fondo para salir de ahí lo más pronto posible. Mientras conducía a toda velocidad, intenté contactarme con Yuuichiro por medio de la red de llamadas de emergencia. Presioné el botón de mi reloj cuantas veces sean necesarias; para estrés mío, no me contestaba.

Minutos después, parqueé el automóvil en mitad de dos espacios del estacionamiento y me aventuré a tocar la puerta de la entrada del edificio. Machuqué el intercomunicador con furia, deseando que al menos el propietario tuviera la gentileza de abrirme para salir corriendo cuesta arriba.

Entre más segundos pasaban, más me desesperaba.

Como último recurso, quebré el vidrio de un codazo y giré la perilla para un de los lados. Escuchar el click fue una total bendición y exquisitez que disminuía mi recurrente nerviosismo.

A zancadas, subía la hilera de escaleras y me sujetaba de la baranda para darme impulso en cada salto que daba. De tres a cuatro escalones, llegué a la vivienda de Ichinose y me quedé absorto por el desorden. Agotado por lo que ha estado sucediendo en tan pocas horas, tomé una bocanada de aire y me apoyé contra la fría pared, empuñando mi arma con cuidado.

La puerta que daba a la pequeña choza de triplay había sido quebrantada. Por las largas marcas y raspones, era evidente el uso de una barra de hierro con un extremo aplanado: una palanca. Además, los cables del interruptor habían sido cortados; ningún de ellos encendía los focos.

Sigilosamente, empujé la puerta con delicadeza y di unos cuantos pasos en dirección a la vivienda. En la mano derecha, sostenía el revólver con firmeza y en la otra, sostenía una pequeña linterna que siempre traía conmigo. De preferencia, para no entorpecer mi andar, llevé la linterna a la altura de mis ojos y pegué mis nudillos a mi sien.

—¿Yuuichiro? —lo llamé desde la entrada. No hubo respuesta.

Inquieto por la falta de respuesta, ingresé y apunté mi pistola al frente con seguridad absoluta. No había nadie en el primer cuarto. Con cautela, me encaminé hasta el baño y encañoné a ambos lados. También estaba vacío. Como no había nadie ahí, guardé mi arma e intenté comunicarme con el vampiro. Deambulé por la habitación hasta que mis labios le dieron un beso al suelo.

Había tropezado con una banca de madera. Encendí mi linterna y efectivamente, era una silla sumamente pesada. Cuando la examiné más de cerca, sentí una ventisca. Al levantar la mirada, me di con la extrañeza de encontrarme con un hueco en la pared, frente a frente. Era una abertura que no había estado ahí esta mañana.

Creo saber que ha sucedido.

Salí de la habitación y ahí, sostenido de la baranda de metal y enredado entre tantos cables, estaba Yuuichiro. Su cuerpo se mecía de lado a lado por los fuertes vientos.

—Ichinose.

Él se percató de mi presencia y esbozó una sonrisa.

—¡Milanesa!

¿Quién asesinó a Guren Ichinose?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora