Un Infierno de Paraíso (primera parte)

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El aire elevaba remolinos de polvo que giraban sobre sí mismos antes de esparcirse acariciando las dispersas matas de hierbas, que se atrevían a crecer en ese paraje inhóspito. Eran altas y delgadas y acababan en un penacho, como plumas del color del oro viejo.

Hacía frío. O eso se empeñaban en demostrarle las volutas de vaho que acompañaban a cada espiración. Según los datos de la tableta: ocho grados centígrados.

Pero él ardía.

Caminaba pesadamente, arrastrando los pies. Un dolor agudo atenazaba sus articulaciones, como si le clavaran agujas candentes, y los músculos se negaban a responderle obligándole a concentrarse en cada paso, a poner toda su voluntad en avanzar. El aliento se escapaba en un siseo mortecino entre sus labios sangrantes, mientras gotas de sudor frío se formaban en su frente y resbalaban por sus ojos empañándole la vista.

«Si la dejaras tendrías una oportunidad», dijo una vocecita insistente en su cabeza; el instinto de supervivencia.

Una vez más lo ignoró.

Con una tenacidad que refutaba a la lógica, llevaba consigo un fardo de considerable tamaño. Sujeta a la espalda, atada con improvisadas cuerdas de tela, llevaba su carga como si de un caracol se tratara; arrastrando en su calvario su propia condena.

Un paso en falso, una piedra mal puesta, un pie que no se movió cuando se lo ordenó… Riordan cayó al suelo de rodillas y no fue capaz de volver a levantarse.

—Lo siento —murmuró en un hilo de voz.

Nadie respondió.

***

—¿Qué demonios os pasa? —le siseó Guille al oído cerciorándose de que Tesla no escuchaba.

Riordan frunció el ceño y le ignoró: era demasiado complicado de explicar porque ni siquiera él mismo lo sabía a ciencia cierta. «¡Joder! Si es que ni siquiera ha pasado nada». Pero había estado a punto de suceder, eso era cierto. Ya le había pedido disculpas, se había portado como un perfecto caballero y no se había aprovechado de la situación. Y la verdad es que ganas no le habían faltado. Pero no lo había hecho y aún hoy se sorprendía por ello. Y, a pesar de todo, Tesla seguía enfadada. «A lo mejor está enfadada porque no pasó nada». Con ella podía ser cualquier cosa.

Guille estaba molesto y no le culpaba: menudo viajecito le estaba dando la pareja de idiotas que tenía como compañeros en la Valkiria. Media hora de silencio atronador en el maldito habitáculo de transporte. Y si ya era desquiciante la exasperante lentitud a la que se movía el aparato, había que añadirle un ambiente tan cargado que se podía cortar con un cuchillo. Sí, Guille tenía motivos para estar cabreado.

Y no era que el resto del viaje se presentara precisamente agradable: una mierda de luna inhóspita, perdida en un rincón de la galaxia, donde los rayos de Eos apenas se atrevían a manifestarse. Algún iluminado había llamado Elíseo a ese lugar, no se sabía si en arrebato de malsano optimismo o en una ingeniosa muestra de humor negro; era el culo del sistema.

Pero Tesla quería verlo. ¡Cómo no! Al principio su entusiasmo era contagioso: descubrir mundos nuevos, vivir trepidantes aventuras… Pero luego, la realidad se ocupaba de volver cada uno a su lugar. En este caso, la realidad era repartir comida en un estercolero.

—¿Sabéis? Dicen que el sexo es genial para aliviar tensiones —dijo Guille con una mueca de desdén cuando la puerta se abrió y pudo respirar por fin el aire fresco y apestoso del Elíseo.

«Fantástico, tú arréglalo más».

Sin girarse siquiera, pudo notar los dardos gélidos que Tesla le clavaba en la nuca. Intentó concentrarse en el trabajo; cuanto antes acabaran antes volverían a la Valkiria. Echó una ojeada alrededor buscando los encargados de aduanas y se extrañó de no ver a nadie de Seguridad Interorbital. En cambio, encontró gran número de soldados uniformados. Muchos, demasiados. La zona parecía tomada al asalto por un ejército privado.

Las Crónicas de Eos: ValkiriaWhere stories live. Discover now