Un infierno de paraíso (cuarta parte)

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¿Qué podía decir? Nada, no había nada que decir, no había nada que hacer más que darse prisa y llegar a la maldita cápsula. Sería complicado precisar cuándo se dio cuenta del estado de Tesla: cuando se mareó por primera vez, cuando respondió con voz cansada, o cuando la abrazó y notó que ardía. Y era difícil que él se diera cuenta de eso: la temperatura de un leónida solía estar un par de décimas por encima de la de los humanos normales, así que si él había notado que ella quemaba era porque realmente estaba ardiendo.

«¡Ya tenía que haber funcionado!». Pero no lo había hecho. Nada había cambiado en su estado desde que le había inoculado el retrovirus. No había hecho nada salvo empeorar.

Los kilómetros se reducían con exasperante lentitud. Tesla arrastraba los pies jadeando con dificultad, podía escuchar su respiración entrecortada desde la distancia. Riordan caminaba tres veces cada kilómetro, se adelantaba un poco y volvía atrás para asegurarse que ella le seguía. Intentaba mantener el ritmo de la joven pero la ansiedad le aceleraba y la preocupación le hacía aminorar. Y para colmo de males, la migraña no parecía tener intención de abandonarle.

Estaba en la fase adelantada de su rutina de vaivenes cuando oyó un golpe seco: Tesla se había desplomado. Corrió a su lado, moviéndose con pesadez, su cuerpo no parecía obedecerle como tenía que hacerlo.

—¡Tesla! —dijo ayudándola a incorporarse de nuevo.

—No puedo —contestó ella. La voz se escapaba entre sus labios como un susurro ahogado.

—No, no, no —insistió él sintiendo que se le partía el alma al ver el rostro demacrado de su amiga. El contraste entre la temperatura cálida de su cuerpo y el frío exterior había agrietado su piel: tenía los labios cortados y ensangrentados, la carne viva afloraba entre los pellejos resecos. Sus mejillas parecían surcadas por ríos carmesíes. Sus ojos, enrojecidos, parecían empañados por un velo febril—. Tesla, tienes que caminar, llegaremos pronto —insistió intentado que su voz no reflejara la desesperación que sentía.

Tesla hizo un esfuerzo sobrehumano y se levantó. Riordan la acompañó con un brazo y ella dio un par de pasos antes de volver a caer de rodillas.

—Descansemos un poco —suplicó.

Sería tan fácil: descansar, quedarse quietos… Morir. La estepa parecía inducir a ello. El viento susurraba en sus oídos invitándoles a tumbarse, acunándoles con una nana letal.

—¡No! ¡Tesla, escúchame! ¡No puedes pararte! Ahora no, ya casi estamos —mintió. Apenas habían recorrido cinco kilómetros; faltaban demasiados. Pero no podía, no podía aceptar lo evidente: por mucho que insistiera, Tesla no iba a llegar.

La dejó recostarse en el suelo mientras él intentaba encontrar una solución. Tenía que haber una solución. Tenía una solución.

Al menos había que intentarlo, ¿no? Su instinto de supervivencia le gritaba en su oído protestando con insistencia. Le decía que siguiera, que ella ya estaba muerta aunque aún respirase. Le hizo callar. Odió a su instinto, se odió a sí mismo y una parte de él la odió a ella porque era incapaz de abandonarla.

Buscó a su alrededor pero no encontró nada que le sirviera así que agarró la falda de Tesla y la rompió ayudándose con los dientes. El sonido sibilante de la tela al rasgarse apenas hizo que Tesla murmurara desde su estado de semiinconsciencia al que el cansancio y la fiebre la habían relegado. Protestó algo incoherente cuando Riordan ató sus manos con una lazada amplia, pero no dijo nada cuando repitió la maniobra con sus rodillas. Riordan se colocó entre las piernas de Tesla y pasó la cabeza por el hueco entre los brazos, finalmente, ató las cuerdas entre sí. Ya estaba, Tesla se había convertido en una mochila, una mochila de unos cincuenta kilos pero… ¿Qué era eso para un leónida?

Las Crónicas de Eos: ValkiriaWhere stories live. Discover now