Ocho

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Me despierto en la mañana para ir al baño y me parece que papá ya no está.

Supongo que se fue a doblar turno ya que salió temprano de la jornada de anoche. Después de comprobar que sí se ha ido decido acostarme de nuevo.

Me disgusta que trabaje tanto, casi no está en casa y cuando está, se lo pasa dormido. Se le ve extenuado y ni siquiera tiene necesidad de trabajar.

Caigo dormida creyendo que sólo serán cinco minutos pero cuando despierto de nuevo ya es tarde. Ahora, por primera vez, Lily es la que espera por mí.

Mi cabello sigue mojado, llevo ropa sencilla y tropiezo cada tres pasos con la mirada divertida de mi hermana puesta en mí.

Suena mi móvil, avisándome de una llamada entrante que no tengo tiempo de contestar. Camino de arriba abajo, o más bien troto, para terminar rápido.

—Tu teléfono está sonando —dice mi hermana con voz cantarina—. Uy, un número desconocido, ¿es el que te vende las drogas? —Finge estar horrorizada y le doy un golpe en la cabeza mientras le arrebato el aparato.

—Deja lo de las drogas, que papá empezará a sospechar —riño, ella me da una sonrisa ladina.

—A sospechar, ¿eh? Eso quiere decir que sí te drogas —Pongo los ojos en blanco. Meto el móvil a la bolsa y me la arrojo al hombro tomando las llaves.

—La única droga que necesito es silencio —murmuro. Empujo a mi hermana hacia la puerta y ella sale mientras cierro.

—¿Ya no quieres los susurros? —El corazón me salta en el pecho y mi cara vuela hacia ella, está de espaldas a mí y la jaloneo para que me mire.

—¿Qué dijiste? —Se queja y zafa su brazo, mirándome confundida.

—¿Qué? No dije nada.

—Te escuché perfectamente, Lily, no es divertido —Ella extiende los brazos.

—No sé de qué estás hablando, no dije ni una mierda —Me enfado y aprieto los dientes mientras ella me fulmina con la mirada.

—¿Qué te crees, que estoy sorda? —espeto y rueda los ojos, dándome la espalda otra vez. Baja las escaleras y respiro hondo antes de terminar de poner el seguro.

La oigo bufar mientras saco el auto y subimos a él sin mirarnos siquiera. No solemos pelear, al menos no en serio, y algo me aguijonea el pecho cuando la escucho decir que estoy loca.

Tomo la avenida principal y acelero para que no llegue tarde por mi culpa.

De nuevo entra una llamada pero no contesto y me estaciono frente al edificio de mi hermana, viendo cómo me cierra la puerta en las narices sin decir adiós.

Con un suspiro de alivio llego justo a tiempo al trabajo, lamentándome por no alcanzar a pasar a la cafetería por panecillos. Atravieso el vestíbulo con una sonrisa, algo falsa debo decir.

Alzo la mano para saludar a Liz, la recepcionista, y es cuando me doy cuenta de que olvidé ponerme un brazalete.

Bajo la mano con velocidad pero ella no lo nota y me apresuro a mi oficina. Afortunadamente siempre tengo un par de brazaletes y varias pulseras aquí. Me dejo caer en mi silla, abro el cajón derecho inferior y tomo uno de cuero trenzado.

Dos centímetros de ancho, cubre suficiente.

Apoyo el brazalete en mi muñeca y antes de abrocharlo mis ojos se posan en lo que intento ocultar, trayendo recuerdos distantes a mi mente.

Un sábado por la mañana, cuando tenía dieciséis años, llegué a casa ahogada en alcohol. Fue una de esas fiestas del viernes por la noche, una, en la que decidí dejarme llevar por primera vez.

Sigo sin estar segura de si me arrepiento o no.

Papá había dicho que llegaría en la mañana del sábado y Lily se había quedado con unas amigas, por lo que se me hizo fácil irme a pasar un buen rato.

Pero el sol salió antes de que llegara a casa y cuando entré tambaleándome por la puerta, mi padre me recibió enfurecido.

Estaba tan preocupado que había llamado a la policía y yo me sentí avergonzada y molesta por su reacción, tanto que sólo me metí a mi cuarto y me encerré.

Lloré durante una hora.

Me sentía terrible físicamente pero me sentía mucho peor emocionalmente y cuando me cansé de llorar, me desvestí y dormí por horas.

Unos golpes en la puerta me despertaron, era casi medio día, papá me pidió que bajara a comer algo y se fue. Sentía un dolor agudo e intenso en la cabeza, la boca seca y el estómago revuelto.

Sin embargo, cualquier queja que tuviera se evaporó cuando vi mi muñeca izquierda rodeada por una venda.

Mi corazón pareció detenerse y sin poder evitarlo las lágrimas se agolparon en mis ojos. Me mantuve mirando mi muñeca sin respirar por eternos segundos.

Temblando alcé mi mano derecha para descubrir la venda. Me aterraba y a la vez me intrigaba saber qué me había pasado. Qué había hecho. Parpadeé con fuerza para alejar las lágrimas y lentamente desenrollé la holgada gasa.

Cuando la venda cayó, un quejido se atoró mi garganta.

Oscuras y brillantes, al tamaño de mi pulgar, escociendo y clamando por atención en la sensible e hinchada piel, unas letras sobresalían para formar una palabra: Recuerda.

Me había tatuado.

El problema para mí no era el tatuaje. Lo que me encogía el corazón era, y todavía es, que no podía recordar dónde me lo hice ni por qué.

Cuando le dije a mi padre sobre él, planeó ir a cada local de tatuajes cercano para reclamar pero, ¿quién en su sano juicio admitiría que tatuó a una ebria menor de edad?

Sólo mi hermana y mi padre saben de él porque desde ese día he vivido ocultándolo.

Y es que imagino que alguien lo ve y pregunta por él, sobre qué significa o dónde me lo hice y yo no sabré qué responder.

Ni siquiera a mí misma. Me da pánico que vean mi mirada turbia, con dudas, y se den cuenta de que algo anda mal conmigo.

Durante años he pasado horas en mi habitación, contemplándolo, repasando con mi dedo su contorno sin tener idea de lo que significa.

Aunque hay tantos vacíos de memorias en mi vida que posiblemente se refiera a mi existencia en general.

Es irónico que olvide por qué me hice un tatuaje que me ruega que recuerde. Tanto que casi podría reírme de mi patética vida.

Susurros ©Where stories live. Discover now