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Era un tiempo fructífero para toda la gente del pueblo. El clima era de lo más hermoso, soleado y claro, muy, muy claro. Entre ese azul del cielo, Dino amarró su pequeña mochila en la bicicleta con libros de dibujo expuestos, saliendo por el cierre. El señor Lee (su padre) limpió una de sus copas que usaban para colmarlas del vino que él producía, mientras su vista se mantuvo en su pequeño hijo ya afuera, disfrutando del día y ansiando su próxima aventura. Estaba feliz de lo que había creado junto a él. A pesar de que su esposa ya no se encontraba para ver lo que había construido.

— Dino, no te vayas tan lejos —pidió el señor, deteniendo el movimiento del trapo sobre el cristal. El muchacho le sonrió dulcemente, pidiéndole disculpas con ese gesto, porque era obvio que lo haría—. Hijo, no conoces a esta gente. Por favor, ten cuidado.

—Lo haré, papá —Y así, Dino subió a su único medio de trasporte, alejándose velozmente cuando las puertas exteriores se abrieron a una distancia prudente.

¿Qué haría él fuera de su casa? Dino lo tenía todo, un gran patio, caballos, una residencia gigante. Cruzó la barrera entre su vivienda y la libertad de un pueblo que desconocía, sintió el aire golpearle suavemente, haciéndolo sonreír. ¿Qué buscaba? Simple. Podía tener todos los lujos, pero estos no comprarían el atardecer que se observaba en lo alto de las montañas, que por supuesto, visitaba muy a menudo cuando se encontraba solo.

El joven pedaleó y pedaleó como si no hubiera un fin. De vez en cuando miraba hacia atrás por si sus materiales para dibujar se caían. ¿Por qué un atardecer? El crepúsculo hacía que tus ojos brillasen, que sientas que existe un mundo exento de problemas, de guerras, que pienses en la paz, en la tranquilidad. En pocas palabras, lo que un atardecer podía regalarte era mucho, entre eso, estaba el imaginar un mundo tan feliz y hacerlo parecer real.

Ya estaba próximo a llegar. Quizá no lo pensó bien, el atardecer se estaba marchando como los trenes cuando su hora llegaba. Fue mucho más rápido, pedaleando con intensidad, cruzando ágilmente entre el suelo húmedo y el bosque. Debía llegar, quería verlo, quería ver cómo se ocultaba uno de los momentos más felices de su vida.

Y con tanto esfuerzo, logró encontrarse al sol, que se perdía poco a poco. Una mueca de tristeza se formó en sus labios. Su misión había fallado, ahora tendría que volver al siguiente día. Entre la derrota se sentó en el suelo y trató de pensar en positivo.

—Mañana vendré tan temprano y te pintaré tan hermoso que no querrás ocultarte —señaló al cielo, ya siendo consumido por la oscuridad, la luna y las estrellas.

Escuchó ruidos extraños justo detrás y pánico se apoderó de él. Sólo tenía siete años, ¿cómo podría defenderse?

Tomó rápidamente sus cosas y subió a su bicicleta, alejándose del supuesto peligro que su mente maquinaba a la perfección. No era un niño muy valiente que creía ser un súper héroe que podía salvar al mundo entero, él era diferente, lleno de miedos, de astucia, de amor. Ahora, temía a la noche y de lo que ocultaba, más no a las estrellas.

Su único instrumento de huida, bajaba con la velocidad de un rayo, afectando sus ruedas con lo que el recorrido  brindaba. Mala fue su suerte, que una roca se cruzó en su camino y él se alzó por los aires hasta caer al suelo. Comenzó a quejarse del dolor que sentía su brazo y parte de su cara. Sus ojos se empaparon de lágrimas al ver la sangre de sus rodillas. Hipó y chilló aún más fuerte cuando se sintió perdido en el lugar. Los ruidos del bosque se intensificaron. Por las voces que se acercaban, pudo adivinar quiénes eran.

Unos chicos caminaban por ahí y lo vieron encogido en el suelo. Dino alzó su vista, confirmando sus sospechas. No, el pequeño no estaba a salvo.

Pledis School [SEVENTEEN]Where stories live. Discover now