Capítulo 4

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El Principito despertó en una ciudad, rodeado de edificios muy altos. La ciudad estaba completamente vacía. No se escuchaba sonido alguno, era como un desierto. Los edificios eran tan altos que resultaba difícil saber cuánto medían. De inmediato se escuchó una sirena y de todas partes salieron hombres de traje y corbata con maletines, que caminaban rápidamente. El Principito se encontró rodeado de estos hombres que iban y venían como hormigas. Cada tanto se detenían, miraban su reloj pulsera y caminaban en sentido contrario al que venían. Tenían un gesto de gran seriedad, incluso de preocupación. Cuando se topaban con otro hombre se saludaban dándose un fuerte apretón de manos, pero manteniendo el ceño fruncido, y luego seguían camino.
En medio de tal confusión, el Principito quiso averiguar qué sucedía e intentó preguntar a alguno de esos hombres qué era todo aquello.
Disculpe señor, ¿me podría decir qué sucede? -preguntó a un hombre que ni siquiera puso atención en él.
Lo llamativo de aquella confusión era también el color de los trajes y los maletines. Todos eran negros, gris oscuro, azul y marrón. Y todos edificios eran de distintos grises. Las calles eran del color del alquitrán con que se hace el asfalto y las veredas eran todas grises de cemento.
Disculpe señor...-decía y nadie se detenía.
Disculpe...- volvía a decir y nadie reparaba en él ni mucho menos en su vestimenta que sobresalía por sus colores.
Disculpe señor...-dijo a un hombre con gran gesto de preocupación.
¿Qué quieres niño? -respondió sin detenerse, el Principito comenzó a caminar a su lado.
¿Por qué todos caminan tan apurados? -dijo el Principito sin detener la marcha.
Porque tenemos que cumplir-
¿Cumplir con qué? -
¡Cómo con qué!- respondió el Hombre como si la pregunta lo hubiera ofendido.
¡Con las obligaciones hay que cumplir!-
¿Qué obligaciones?-insistió el Principito y el Hombre por primera vez lo miró enojado.
¡Con las obligaciones de todos los días!-contestó indignado.
¿Y cuales son esas obligaciones?-
¡Las obligaciones que tenemos los adultos, niño!-
¿Y eres feliz con tus obligaciones?-
El Hombre se detuvo un instante, se quedó inmóvil con la mirada fija en nada. Su gesto de preocupación se convirtió en amargura y desconsuelo.
¿Eres feliz?- insistió el Principito que nunca renunciaba a sus preguntas.
El Hombre se sintió abrumado con la sola pregunta del Principito. Rompió su inmovilidad sólo para dejarse caer al suelo y quedar sentado con las piernas cruzadas. Dejó el maletín a un lado y se aflojó la corbata como si le faltara el aire.
No, no soy feliz con mis obligaciones. -
¿Y por qué las cumples?-
Porque todos debemos cumplir obligaciones-
¿Y para qué sirven las obligaciones?-
No lo sé...-respondió el Hombre casi sin ánimo.
¿Y sabes quién inventó las obligaciones?-
No, no lo sé... A mí me las enseñó mi padre, y a él su padre, y a su padre se las enseñó su padre...Nadie sabe quien inventó las obligaciones, pero debo enseñárselas a mis hijos, cuando los tenga...-
¿Y para qué debes enseñarles las obligaciones?-
El Hombre se quedó en silencio, suspiró profundamente y respondió abatido.
No lo sé...No sé para qué debería enseñarles las obligaciones...-
¿Te gustaría ser feliz?-
Sí...me gustaría mucho-respondió tímidamente el Hombre.
¿Y qué te lo impide?-
No lo sé...No poder abandonar las obligaciones creo...-
¿Y qué te impide abandonarlas?-
Nada...creo...Sólo que no sabría qué hacer, es lo único que conozco. -
¿Y nunca quisiste hacer otra cosa?-
El Hombre se quedó pensativo un instante.
Sí, hay algo que siempre quise hacer-
¿Qué es?-
Cantar, siempre quise cantar. Siempre soñé con ser cantante...-
Eso es muy hermoso, ¿por qué no lo haces?-
No estoy seguro...creo que me da algo de miedo...-
¿Por qué habría de darte miedo? Es muy bello cantar para otras personas, deberías intentarlo ahora. -
¿Ahora?-respondió sorprendido
Sí, ahora-
No creo que pueda...-
Inténtalo-
El Hombre se levantó del suelo y se acomodó la ropa. Miró al Principito buscando su aprobación y el Principito sonrió y lo animó. El Hombre tomó aire y comenzó a entonar tímidamente una vieja canción que le cantaba su madre. De a poco fue cobrando valor hasta que finalmente cantó con toda su voz y se sintió feliz. Cantaba y reía, y el Principito sonreía con él.
¡Soy feliz! ¡Soy feliz!-gritaba con toda su voz.
¡Oigan, amigos, oigan! ¡No debemos cumplir obligaciones, debemos ser felices!-gritaba intentando que todos lo escuchen.
Los hombres seguían yendo y viniendo sin prestar atención, miraban sus relojes y cambiaban de dirección manteniendo sus gestos de preocupación y el ceño fruncido. El Hombre se sintió desanimado al ver que nadie lo escuchaba. El Principito lo miró comprendiendo su tristeza.
Tú ya lo descubriste, creo que cada uno debe descubrir la felicidad por sí mismo-dijo el Principito.
Pero tú me has enseñado a descubrirla-
No, tú la descubriste por las preguntas que te hice-dijo el Principito.
¿Eso quiere decir que si nadie nos pregunta o no nos preguntamos, nunca seremos felices?-
Tal vez sea así...- dijo el Principito y tuvo una extraña sensación. Había respondido por primera vez una pregunta y su sensación fue agradable.
¡Pues bien, entonces debemos partir a otra ciudad donde la gente sí escuche a quienes queremos cantarles! ¡Acompáñame a la estación de trenes!-dijo el Hombre con gran entusiasmo.
Los dos partieron hacia la estación de trenes. Una vez allí el Principito y el Hombre se despidieron. El Hombre abordó un tren sin preguntar cuál era su destino, pues quiso dejarse sorprender. Un tren estaba a punto de partir y el Principito decidió hacer lo mismo, lo abordó sin preguntar a dónde iba.

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