Décima segunda parte.

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Muchos hablaban de la maravilla que era el cielo, pero, algo aun más maravilloso, eran los ojos que lo miraban desde la distancia.

Ojos verdes admiraban la belleza de un azul profundo.

Harry se encontraba sentado en la silla del escritorio de Tom mirando las estrellas con anhelo. Siempre le había gustado ver el cielo nocturno, mas nunca pudo desde la casa de sus tíos, no hasta que decidieron quitarle su alacena y mandarlo a la habitación de los juguetes de Durley.

El de piel clara desvió su mirada a la persona dormida en la pequeña cama de la habitación. A Harry le gustaba mucho mirar a Tom tanto como le gustaba mirar a la luna y las estrellas, porque, aunque no lo dijera, a él le gustaba mucho esos ojos marinos que siempre lo miraban con reproche, esos labios rosados que se curvaban cuando estaba molesto o las sonrisas que sólo le dedicaba a él. Harry pensaba que no importaba cuantas estrellas, planetas, lunas o galaxias existieran, no cuanto tenía la galaxia más maravillosa acostado a su lado, durmiendo.

Nunca se hubiera permitido estar en una habitación con Lord Voldemort, no sin uno muerto dentro de ésta, pero ahora estaban los dos compartiendo espacio sin necesidad de una pelea, y le encantaba.

Regresando su mirada al cielo estrellado, Harry empezó a contar los segundos que faltaban para que se hiciera de día. Para que diera su cumpleaños número diecisiete.

Dos segundos y Harry repasó todo lo que había pasado desde que los gemelos le dieran ese dulce experimental sin su consentimiento, aunque pensaba que había sido más un accidente ya que esa misma noche había tomado una poción para el sueño, tal vez le quedaba algo en la boca y se juntó con el dulce. Tal vez nunca lo sabría, y no le importaba en lo absoluto.

Treinta y uno de Julio.

El azabache sonrió y cerró los ojos, disfrutando lo que era ser  completamente libre por primera vez. Cuanto había deseado tener esa edad, poder irse de Privet Drive e irse a algún lugar cerca de la Madriguera para así visitarlos constantemente. Le encantaba esa idea, pero ahora era diferente. Ahora tenía diecisiete y estaba en un orfanato muggle, con Tom a su lado, y no planeaba irse, no hasta que su amigo cumpliera la misma edad. Entonces, tal vez, podría encontrar una casa cerca del lugar donde Tom quisiera quedarse o, en su defecto, vivir con él.

Harry se levantó y caminó hacia la cama, pero la silla no quería dejar de recibir calor. El ojiverde cayó al piso cuando su píe se atoró con la pata de la silla, causando un estrepitoso sonido que sólo se escucharía dentro de la habitación.

Tom se sentó rápidamente en la cama y miró con precaución la zona, encontrándose al azabache empezándose a sentar en el piso, cuidando su tobillo.

—¿Te duele? —preguntó Tom parándose y dando sólo un paso para llegar a Harry. El azabache hizo un puchero y asintió tratando de mover su píe, jadeando en el intento— ¿Qué pasó? ¿Por qué estás despierto a estas horas?

—Iba al baño —mintió en un susurro apenado—, me tropecé con la silla.

—Torpe y mentiroso —dijo Tom hincándose cerca de Harry y pasado una mano por su cintura, ayudándolo a pararse—. Si quieres que la gente te crea, trata de encubrir la más mínima cosa que podría delatarte —murmuró señalando la silla, la cual apuntaba una de sus patas hacia ellos.

—Sólo quería ver la noche —susurró haciendo de su puchero más marcado—, la silla me quiso matar.

Tom puso sus ojos en blanco al escuchar a Harry, nunca entendía como podía ser tan dramático y tierno a la vez, pero lo hacía.

Un nuevo mañana.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora