CONTINUACIÓN

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El tigre se levanta, doscientos setenta gloriosos kilos de negro, naranja y blanco. La cabeza es grande, los bigotes, largos. Se acerca a la puerta, gira y se aleja otra vez. Cuando regresa, ruge y le da un zarpazo al cierre. El candado tintinea contra los barrotes.

—Puedes empezar por Rex —dice August señalando a los leones, que también están dando vueltas—. Es el de la izquierda.

Red es considerablemente más pequeño que el tigre, con nudos en la melena y las costillas visibles bajo su piel sin brillo. Me preparo y agarro uno de los cubos.

—Espera —dice August señalando un cubo diferente—. Ese no. Coge ése.

No noto ninguna diferencia, pero como ya he aprendido que discutir con August es mala idea, obedezco.

Cuando la fiera me ve llegar, se lanza hacia la puerta. Me quedo helado.

—¿Qué pasa, Jacob?

Doy la vuelta. La cara de August brilla de satisfacción.

—No tendrás miedo de Rex, ¿verdad? —sigue diciendo—. No es más que un gatito chiquitito.

Rex se detiene para rascarse su piel costrosa contra los barrotes de la jaula.

Con dedos temblorosos, quito el candado y lo dejo a mis pies. Luego levanto el cubo y espero. La siguiente vez que Rex se aleja de la puerta, la abro.

Antes de que pueda volcar el contenido del cubo, sus inmensas mandíbulas se cierran alrededor de mi brazo. Suelto un grito. El cubo cae al suelo, desparramando los menudillos troceados por todas partes. El felino me suelta el brazo y se lanza por la comida.

Cierro la puerta de golpe y la sujeto con la rodilla mientras compruebo si todavía tengo el brazo. Lo tengo. Está embadurnado de saliva y tan rojo como si lo hubiera metido en agua hirviendo, pero la piel no está rasgada. Instantes después me doy cuenta de que August se está riendo a carcajadas a mis espaldas.

Me vuelvo hacia él.

—¿Qué demonios te pasa? ¿Te parece divertido?

—Sí, claro que sí —dice él sin hacer el menor esfuerzo por ocultar su deleite.

—Eres un cabrón, ¿sabes? —salto del vagón, reviso el brazo intacto una vez más y me marcho muy digno.

—Jacob, espera —ríe August viniendo detrás de mí—. No te enfades. Sólo me estaba divirtiendo un poco a tu costa.

—¿Divirtiéndote? ¡Podría haber perdido el brazo!

—No tiene ni un diente.

Me detengo, clavo la mirada en la grava mientras asimilo lo que me acaba de decir. Luego continúo andando. Esta vez, August no me sigue.

Me encamino furioso al arroyo y caigo de rodillas junto a un par de hombres que están dando de beber a las cebras. Una de ellas se asusta y relincha y sacude su hocico rayado por el aire. El hombre que la sujeta de las riendas me lanza una serie de miradas mientras lucha por mantener el control.

—¡Maldita sea! —exclama—. ¿Qué es eso? ¿Es sangre?

Bajo la mirada: me ha salpicado la sangre de los menudillos.

—Sí —digo—. Estaba dando de comer a las fieras.

—¿Qué coño pasa contigo? ¿Quieres que me maten?

Sigo arroyo abajo, volviendo la vista atrás hasta que la cebra se tranquiliza. Luego me agacho junto al agua para limpiarme la sangre y la saliva del felino de los brazos.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora