CONTINUACIÓN

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—¡Rosie, nogę! —digo.

Parpadea de nuevo y abre la boca en una sonrisa.

—¡Nogę, Rosie!

Ella mueve las orejas y suspira.

Proszę? —digo.

Suelta otro suspiro. Luego traslada el peso de su cuerpo y levanta una pata.

—La madre de Dios —oigo mi voz como si no fuera mía. El corazón me palpita, la cabeza me da vueltas—. Rosie —digo poniéndole una mano en el flanco—. Sólo una cosa más.

La miro fijamente a los ojos, suplicante. Estoy seguro de que sabe lo importante que es esto. Dios, por favor, Dios mío...

Do tytu, Rosie! Do tytu!

Otro profundo suspiro, otro sutil cambio de peso y luego da dos pasos hacia atrás.

Suelto un grito de alegría y me vuelvo al desconcertado Greg. Me acerco a él de un salto, le agarro de los hombros y le doy un fuerte beso en los labios.

—¡Qué demonios!

Corro hacia la salida. A unos cinco metros, paro y me doy la vuelta. Greg sigue escupiendo y limpiándose la boca con asco.

Saco las botellas de los bolsillos. Su expresión cambia por una de mayor interés, sin retirar la mano de la boca.

—¡Eh, pilla! —le digo mientras le lanzo una botella por el aire. Él la atrapa al vuelo, lee la etiqueta y mira a la otra con esperanza. Se la lanzo también.

—Dáselas a nuestra nueva estrella, ¿quieres?

Greg inclina la cabeza pensativo y se vuelve hacia Rosie, que ya sonríe e intenta hacerse con las botellas.







Durante los diez días siguientes me convierto en el profesor particular de polaco de August. En todas las ciudades hace instalar una pista de entrenamiento en la parte de atrás y, día tras día, los cuatro —August, Marlena, Rosie y yo— pasamos las horas que nos quedan entre la llegada a la ciudad y la función de tarde trabajando en el número de Rosie. Aunque ya participa en el desfile diario y en la Gran Parada de presentación, todavía no actúa en el espectáculo. Y a pesar de que la curiosidad está matando a Tío Al, August no quiere desvelar su número hasta que no sea perfecto.

Yo paso los días sentado en una silla junto a la pista con un cuchillo en la mano y un balde entre las piernas, cortando fruta y verdura en trozos para los primates y gritando las frases oportunas en polaco. El acento de August es espantoso, pero Rosie —tal vez porque normalmente August repite una frase que acabo de gritar yo— obedece sin rechistar. No ha utilizado la pica desde que descubrimos la barrera idiomática. Camina a su lado, meneando el pincho bajo su vientre o detrás de sus patas, pero nunca —ni una sola vez— la toca.

Es difícil reconocer en este August al otro y, para ser sincero, ni siquiera lo intento muy en serio. He visto destellos de este August en otros momentos —este brillo, esta armonía, esta generosidad de espíritu—, pero sé de lo que es capaz y no lo voy a olvidar. Lo demás pueden pensar lo que quieran, pero yo no voy a creer ni por un solo segundo que éste sea el auténtico August y el otro una aberración. Y sin embargo, me doy cuenta de cómo pueden caer en ese error...

Es delicioso. Es encantador. Brilla como el sol. Colma de atenciones a la gran bestia de color gris tormenta y a su diminuta amazona desde el momento en que nos reunimos por la mañana hasta que desaparecen para el desfile. Es atento y tierno con Marlena, y amable y paternal con Rosie.

No parece recordar que alguna vez hubo un enfrentamiento entre nosotros, a pesar de mi reserva. Sonríe abiertamente, me da palmaditas en la espalda. Se fija en que mi ropa está desaliñada y esa misma tarde el Hombre de los Lunes me trae otra. Declara que el veterinario del circo no debería tener que bañarse con cubos de agua fría y me invita a ducharme en su compartimento. Y cuando descubre que Rosie lo que más le gusta en el mundo es la ginebra con ginger ale, exceptuando quizá la sandía, se encarga de que tenga ambas cosas todos los días. Se estrecha contra ella. Le susurra al oído, y ella disfruta de las atenciones y trompetea feliz cada vez que le ve.

¿Es que no recuerda?

Le observo esperando descubrir fisuras, pero el nuevo August persiste. Al poco tiempo, su optimismo impregna a toda la explanada. Hasta Tío Al resulta afectado: se acerca todos los días a comprobar nuestros progresos, y al cabo de un par de semanas encarga carteles nuevos en los que se ve a Rosie con Marlena sentada en el lomo. Deja de maltratar a la gente, y poco después la gente deja de evitarle. Incluso se vuelve alegre. Empiezan a circular rumores de que tal vez haya dinero el día de paga y hasta los peones empiezan a sonreír.

Mis convicciones comienzan a tambalearse sólo cuando pillo a Rosie ronroneando de verdad ante las demostraciones de cariño de August. Y lo que me que queda delante de los ojos cuando se derrumban es algo terrible.

Tal vez fuera culpa mía. Tal vez quisiera odiarle porque estoy enamorado de su mujer y, si ése fuera el caso, ¿en qué clase de hombre me convierte?




En Pittsburgh voy por fin a confesarme. En el confesionario me desmorono y lloro como un bebé hablándole al sacerdote de mis padres, de mi noche de desenfreno y de mis pensamientos adúlteros. El cura, un tanto estupefacto, murmura unos cuantos <<bueno, bueno>> y luego me dice que rece el rosario y que olvide a Marlena. Estoy demasiado avergonzado para admitir que no tengo rosario, así que, cuando regreso al tren, les pregunto a Walter y a Camel si ellos tienen. Walter me mira extrañado y Camel me ofrece un collar de dientes de alce verdes.

Estoy muy al tanto de la opinión de Walter. Sigue odiando a August más de lo que puede soportar y, aunque no diga nada, sé exactamente lo que piensa de mi cambio de postura. Seguimos repartiéndonos el cuidado y la alimentación de Camel, pero ya no intercambiamos historias los tres juntos durante las largas noches que pasamos en camino. En lugar de eso, Walter lee a Shakespeare y Camel se emborracha y se pone cada vez más gruñón y más exigente.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora