CONTINUACIÓN

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Contemplo meditabundo las ventanas del vagón 48, pensando en cómo contarle a Marlena que ahora tenemos una elefanta, cuando de repente sale corriendo por la puerta y salta de la plataforma como una gacela. Cae al suelo y sigue corriendo, impulsándose con piernas y brazos.

Me giro para seguir su trayectoria e inmediatamente descubro el motivo. El sheriff y el gerente de los Hermanos Nesci se encuentran frente a la carpa de las fieras, estrechándose las manos y sonriendo. Los caballos de Marlena están en las filas detrás de ellos, sujetos por hombres del circo Nesci.

Los dos hombres se giran sorprendidos cuando llega a su lado. Estoy demasiado lejos para enterarme de lo que dicen, pero algunos fragmentos de su discusión, las partes que dicen en voz más alta, me llegan. Expresiones como <<cómo se atreven>>, <<desfachatez enorme>> y <<descaro>>. Ella gesticula violentamente, agitando los brazos. Las palabras <<gran robo>> y <<acusación>> cruzan el aire de la explanada. ¿O ha dicho <<prisión>>?

Los hombres la observan asombrados.

Por fin se calma. Cruza los brazos, frunce el ceño y da golpecitos con el pie. Los hombres se miran con los ojos muy abiertos. El sheriff se vuelve a ella y abre la boca, pero antes de que pueda pronunciar una sola palabra Marlena explota de nuevo, gritando como un basilisco y sacudiendo un dedo ante sus caras. El hombre retrocede un paso, pero ella avanza al mismo tiempo. Él se detiene y aguanta con el pecho hinchado y los ojos cerrados. Cuando Marlena deja de agitar el dedo, vuelve a cruzar los brazos. De golpecitos con el pie, inclina la cabeza.

El sheriff abre los ojos y se vuelve para mirar al director gerente. Tras una pausa tensa, se encoge de hombros con timidez. El gerente arruga el ceño y mira a Marlena.

Tarda aproximadamente cinco segundos en dar un paso hacia atrás y levantar las manos en gesto de rendición. Tiene escrita la palabra <<tío>> por toda la cara. Marlena se pone las manos en las caderas y espera con una mirada furibunda. Al final, el hombre se gira y, a gritos, les da instrucciones a los peones que sujetan los caballos.

Marlena los observa hasta que los once han sido devueltos a la carpa de las fieras. Luego regresa al vagón 48.

Dios santo. No sólo soy un parado sin hogar, sino que además tengo que cuidar de una mujer embarazada, un perro abandonado, una elefanta y once caballos.




Regreso a la oficina de correos y llamo el decano Wilkins. Esta vez se queda callado más tiempo. Por fin tartamudea una disculpa: lo siente muchísimo de verdad, ojalá pudiera ayudarnos; sigue esperándome para pasar los exámenes finales, pero no tiene la menor idea de lo que puedo hacer con la elefanta.


Vuelvo a la explanada rígido de pánico. No puedo dejar aquí a Marlena y a los animales mientras me voy a Ithaca a hacer los exámenes. ¿Y si el sheriff vende la carpa de las fieras mientras tanto? A los caballos les podemos encontrar alojamiento, y podemos permitirnos un hotel para Marlena y Queenie, pero ¿Rosie?

Cruzo la explanada describiendo un gran arco alrededor de los montones de lona. Los trabajadores del circo de los Hermanos Nesci están desenrollando varias piezas de la gran carpa bajo la atenta vigilancia del capataz. Parece que están buscando desgarraduras antes de hacer una oferta por ella.

Remonto las escaleras del vagón 48 con el corazón palpitante y la respiración agitada. Necesito tranquilizarme, la cabeza me da vueltas en círculos cada vez más pequeños. Esto no va bien, nada bien.

Empujo la puerta. Queenie se acerca a mis pies y levanta la mirada hacia mí con una conmovedora mezcla de desconcierto y gratitud. Menea la cola sin convicción. Me inclino y le rasco la cabeza.

-¿Marlena? -la llamo enderezándome.

Sale de detrás de la cortina verde. Parece temerosa, retorciéndose los dedos y evitando mirarme a los ojos.

-Jacob... Oh, Jacob. He hecho una verdadera tontería.

-¿Qué? -pregunto-. ¿Te refieres a los caballos? No te preocupes. Ya lo sé.

Me mira sorprendida.

-¿Lo sabes?

-Estaba observando. Era muy evidente lo que estaba pasando.

Ella se ruboriza.

-Lo siento. Sencillamente... reaccioné. No pensé en lo que íbamos a hacer con ellos después. Es que los quiero tanto que no podía permitir que se los llevaran. Él no es mejor que Tío Al.

-Está bien. Lo entiendo -hago una pausa-. Marlena, yo también tengo que decirte una cosa.

-¿Ah, sí?

Abro y cierro la boca sin decir palabra.

Ella tiene una expresión de preocupación.

-¿De qué se trata? ¿Pasa algo? ¿Es algo malo?

-He llamado al decano de Cornell y está dispuesto a dejarme hacer los exámenes.

Se le ilumina la cara.

-¡Es maravilloso!

-Y también tenemos a Rosie.

-¿Que tenemos qué?

-Me ha pasado lo mismo que a ti con los caballos -digo a toda prisa para intentar explicarme-. No me ha gustado el aspecto del domador de elefantes, y no podía dejar que se la llevara... Sólo Dios sabe cómo habría acabado. Quiero a esa elefanta. No podía separarme de ella. Así que he dicho que era mía. Y supongo que ahora lo es.

Marlena me mira un largo rato. Luego, para mi gran alivio, asiente con la cabeza y dice:

-Has hecho bien. Yo también la quiero. Se merece algo mejor que lo que ha tenido hasta ahora. Pero eso significa que estamos en un aprieto -mira por la ventana con los ojos entornados para pensar-. Tenemos que encontrar trabajo en otro circo -dice por fin-. Eso es todo.

-¿Ahora? Nadie contrata números nuevos.

-Ringling contrata siempre, si eres bueno.

-¿Crees de verdad que tenemos alguna posibilidad?

-Claro que sí. Nuestro número con la elefanta es increíble, y tú eres un veterinario formado en Cornell. Tenemos muchas posibilidades. Pero habrá que casarse. Ésos sí que son como una catequesis.

-Cariño, tengo intención de casarme contigo en el instante en que se seque la tinta del certificado de defunción.

Su cara pierde el color.

-Oh, Marlena. Lo siento -digo-. Ha sonado horrible. Lo que quería decir es que ni por un momento he dudado de que quiero casarme contigo.

Tras una breve pausa, levanta una mano y la posa sobre mi mejilla. Luego recoge su bolso y su sombrero.

-¿A dónde vas? -le pregunto.

Se pone de puntillas y me besa.

-A hacer esa llamada de teléfono. Deséame suerte.

-Buena suerte -le digo.

Le sigo hasta afuera y me siento en la plataforma de metal para verla alejarse poco a poco. Anda con gran seguridad, colocando un pie exactamente delante del otro y con los hombros muy rectos. Todos los hombres de la explanada se vuelven a su paso. La contemplo hasta que desaparece tras la esquina de un edificio.

Cuando me levanto para regresar al compartimento, se oye una exclamación de sorpresa de los hombres que desenrollan la carpa. Uno de ellos retrocede a grandes pasos agarrándose el estómago. Luego se dobla por la mitad y vomita en la hierba. Los demás siguen con la mirada clavada en lo que han descubierto. El capataz se quita el sombrero y se lo pega al pecho. Uno por uno, todos hacen lo mismo.

Voy hacia ellos sin dejar de mirar el bulto oscuro.

Es grande, y a medida que me acerco voy distinguiendo retazos de escarlata, brocado de oro y cuadros blancos y negros.

Es Tío Al. Un improvisado garrote vil le estrangula la garganta ennegrecida.



Esa misma noche, Marlena y yo nos colamos en la carpa de las fieras y nos llevamos a Bobo a nuestro compartimento.

De perdidos, al río.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora