CONTINUACIÓN

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La puerta del compartimento se abre, dejando ver a Marlena, imponente con su vestido de satén rojo.

—¿Qué ocurre? —dice bajando la mirada sobre sí misma—. ¿Le pasa algo a mi vestido? —se contorsiona para examinarse el cuerpo y las piernas.

—No —digo—. Estás estupenda.

Levanta los ojos a los míos.

August sale detrás de la cortina verde, vestido de frac. Me echa un vistazo y dice:

—No puedes ir así.

—No tengo nada más.

—Pues tendrás que pedirlo prestado. Venga. Pero date prisa, que el taxi está esperando.





El taxi serpentea por un laberinto de solares vacíos y callejones antes de frenar bruscamente en una esquina de un barrio industrial. August se apea y le da al conductor un billete enrollado.

—Vamos —dice sacando a Marlena del asiento trasero. Yo la sigo.

Nos encontramos en un callejón flanqueado por inmensos almacenes de ladrillo. Las farolas iluminan la textura rugosa del asfalto. El viento barre la basura a un lado del callejón. En el otro hay coches aparcados —turismos, cupés, sedanes, hasta limusinas—, todos brillantes y nuevos.

August se para delante de una puerta de madera empotrada. Da unos golpes secos y espera moviendo un pie impaciente. Una mirilla rectangular se desliza y muestra los ojos de un hombre bajo una única ceja espesa.

—¿Sí?

—Hemos venido a ver el espectáculo —dice August.

—¿Qué espectáculo?

—Hombre, el de Frankie, naturalmente —dice August con una sonrisa.

La mirilla se cierra. Se oyen ruidos metálicos seguidos por el inconfundible sonido de una cerradura de seguridad. La puerta se abre.

El hombre nos echa una mirada rápida. Luego nos invita a pasar y cierra la puerta. Cruzamos un vestíbulo con baldosas, pasamos por delante de un guardarropa con empleadas de uniforme y descendemos unos escalones que conducen a un salón de baile con suelo de mármol. Aparatosas arañas de cristal cuelgan de los techos altos. Una orquesta toca sobre una plataforma elevada y la pista está abarrotada de parejas. Mesas y reservados en forma de U rodean la pista. Separada por unos escalones y a lo largo de toda la pared del fondo hay una barra chapada en madera, atendida por camareros de esmoquin, con cientos de botellas alineadas en estantes colgados sobre un espejo ahumado.

Marlena y yo esperamos en uno de los reservados tapizados de cuero mientras August va por las bebidas. Marlena observa a la orquesta. Tiene las piernas cruzadas y ese pie suyo está rebotando otra vez. Se mueve al ritmo de la música y gira el tobillo.

Una copa aterriza delante de mí. Un segundo después, August se deja caer junto a Marlena. Examino la copa y descubro que contiene cubitos de hielo y whisky.

—¿Estás bien? —pregunta Marlena.

—Muy bien —contesto.

—Estás un poco verdoso—continúa ella.

—Nuestro querido amigo Jacob sufre una ligerísima resaca—dice August—. Está sacando un clavo con otro.

—Bueno, no te olvides de avisarme si tengo que quitarme de en medio —dice Marlena recelosa antes de volver a mirar a la orquesta.

August levanta la copa.

—¡Por los amigos!

Marlena se vuelve lo justo para localizar su cóctel espumoso y levanta su copa por encima de la mesa mientras nosotros entre chocamos las nuestras. Bebe de la pajita con gesto elegante, sujetándola entre sus dedos de uñas pintadas. August se bebe su whisky de un trago. Cuando el mío me roza los labios, la lengua impide instintivamente su avance. August me está observando, así que hago como que bebo y dejo la copa en la mesa.

—Eso es, muchacho. Unos cuántos de esos y te encontrarás como una rosa.

No sé si será así, pero desde luego. Marlena vuelve a la vida tras su segundo alexander. Arrastra a August a la pista de baile. Mientras él la hace dar vueltas, yo vacío el contenido de mi copa en la maceta de una palmera.

Marlena y August vuelven al reservado, sofocados por el baile. Marlena suspira y se abanica con un menú. August enciende su cigarrillo.

Sus ojos caen sobre mi copa vacía.

—Oh... Veo que he sigo muy descuidado —dice. Se levanta—. ¿Lo mismo?

—Ah, lo que haga falta —digo sin entusiasmo.

Marlena se limita a mover la cabeza, absorta de nuevo en lo que ocurre en la pista de baile.

August lleva unos treinta segundos ausente cuando ella se levanta y me agarra de la mano.

—¿Qué haces? —digo entre risas mientras me tira del brazo.

—¡Venga! ¡Vamos a bailar!

—¿Qué?

—¡Me encanta esta canción!

—No... Yo...

Pero no hay nada que hacer. Ya estoy de pie. Me arrastra hasta la pista, bailando y tocando pitos. Cuando nos encontramos rodeados de otras parejas, se vuelve hacia mí. Respiro profundamente y la tomo en mis brazos. Esperamos un par de compases y nos lanzamos a flotar por la pista sumergidos en un turbulento mar de gente.

Es ligera como el aire, nunca pierde el paso y eso es toda una proeza, teniendo en cuenta lo torpe que estoy yo. Y no es que no sepa bailar, que sí sé. No sé qué demonios me está pasando. Desde luego, no estoy borracho.

Se separa de mí dando vueltas y luego vuelve pasando por debajo de mi brazo, de manera que su espalda queda pegada a mi pecho. Mi antebrazo descansa en su clavícula, piel contra piel. Coloca su cabeza bajo mi barbilla, el cabello perfumado, su cuerpo caliente por el esfuerzo. Y entonces se aleja otra vez, desenrollándose como una cinta.

Cuando acaba la música, los bailarines silban y aplauden levantando las manos por encima de sus cabezas, y ninguno con más entusiasmo que Marlena. Miro hacia nuestro reservado. August nos observa con los brazos cruzados y mal disimulada furia. Me separo de Marlena.

—¡Redada!

Pasamos un instante de estupor y luego el grito se repite:

—¡REDADA! ¡Todo el mundo fuera!

Me veo arrastrado por una marea de cuerpos. La gente grita, empujándose unos a otros en un intento frenético de alcanzar la salida. Marlena va unas personas por delante de mí y mira para atrás rodeada de cabezas que se agitan y rostros desencajados.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora