Capítulo 1 ▶ Fantabuloso

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Cada vez que me encontraba demasiado tentada a enviar todo al demonio y renunciar, me obligaba a recordar el rostro de mi padre

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Cada vez que me encontraba demasiado tentada a enviar todo al demonio y renunciar, me obligaba a recordar el rostro de mi padre.

No lo había visto nunca en persona, solo en una vieja fotografía manchada por el agua que hacía difícil distinguir sus rasgos con claridad, pero mi anhelante imaginación había terminado de trazar las líneas que faltaban, dibujándolo con precisión en mi memoria.

Quería conocerlo tanto que dolía.

De hecho, aunque sonara incomprensible para algunas personas (como mi mamá, por ejemplo), encontrarme por primera vez con mi padre era lo que podía llamar mi mayor meta de vida a los diecisiete años. Claro que quería ir a una buena universidad y hacer otras cosas, pero conocerlo a él era algo que deseaba hasta la médula. Y ese era el único motivo por el cual, justo ahora, no le gritaba a Teddy Donelly que se fuera a la mierda.

Froté con fuerza el trapo húmedo sobre el suelo una vez más, para descargar mi irritación. Teddy salió de su oficina y me observó con los brazos cruzados sobre su protuberante barriga. Gruñí por lo bajo, mientras me ponía de pie, y él negó con la cabeza antes de pasarse una mano por su grasiento cabello negro que debía su nítido color al tinte que su mujer le aplicaba una vez al mes.

La redonda cara rosada de Teddy estaba contorsionada en una mueca de desprecio. ¡Deseaba tanto darle una patada en las bolas! Pero, por desgracia, no podía darme el lujo de ser despedida. De verdad necesitaba el empleo. Aunque los Donelly toleraran cierto nivel de rebeldía mío, porque era la única loca que se atrevía a trabajar en su tienda de mierda, una patada en la entrepierna de Teddy no era algo que me fueran a perdonar.

—Ya le dije a Ethel que rompiste tres frascos de pepinillos, Saskia —declaró mientras se acariciaba su feo bigote de brocha—. No tengo ni que decir que se te descontarán de tu próxima paga, porque ya debes de saberlo.

Apreté los dientes con fuerza y asentí. Malditos y tacaños Donelly. Había sido un accidente. Una clienta rechoncha me había empujado sin querer al toparnos en el angosto pasillo cuando ella iba de salida, lo que provocó que trastabillara y me sujetara del anaquel del que se volcaron los frascos que no fui capaz de atrapar antes de que se estrellaran en el piso.

—Bien —dije entre dientes.

No valía la pena alegar. Teddy Donelly amaba el dinero tanto o más que Don Cangrejo, y no toleraba la pérdida ni de medio centavo. Para él era algo simple: tres frascos de pepinillos se habían roto, alguien tenía que pagarlos. Y, para mi mala suerte, yo fui la única a quien pudo achacárselos.

—Me alegra que lo entiendas. ¿Terminaste ya de limpiar el desastre que provocaste?

Observó el suelo con desdén, pero no tenía argumentos para quejarse, después de todo yo había fregado el piso durante la última hora. La prueba estaba en mis manos enrojecidas.

Recogí la botella de friegasuelos, junto a mi dignidad, y fui hasta el viejo Teddy.

—Sí, terminé. —Puse el trapo sucio y la botella en sus manos, lo que no le agradó en lo absoluto—. Y ahora me voy a casa, que ya es hora.

Contra dragones y quimerasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora