C A P Í T U L O 4: Pont-Aven ha sido condenado.

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1940, nueve días después de que París fuera bombardeada por la fuerza aérea de Alemania.

Presenta:

Único, en donde la segunda parte de esta nebulosa historia tiene comienzo.

Estática, Irina Delevoix postró sus orbes color azul cielo frente al campo que tenía solo a unos cuantos metros, donde las personas se aglomeraban en una muy mala línea recta, empujándose unos a otros, arrastrando consigo una pena imposible de dejar atrás como si esta fuera alguna extremidad de su cuerpo. Pero no era para menos; la guerra ya había dado su primer y último toque mortífero en París, arrasando de la misma manera en que una fiera lo haría con los colores típicos que la ciudad albergaba y por la cual era distinguida en el mundo, la miseria iba avanzando poco a poco, introduciéndose en cada rincón con potente brutalidad.

El panorama frente a ella no hacía más que ejemplificar las cosas de una manera más gráfica. Sacudió su cabeza logrando esfumar los pensamientos que alborotaban su mente al igual que un tornado y continuó con su camino, destacaba entre su menudo y pálido cuerpo una canasta color café, cubierta con una manta de cuadros color amarillo y la cual estaba bien cargada con agua y un montón de buñuelos que ella misma había preparado, destinados a alimentar a las personas que lo necesitaran. Apenas se detuvo entre la línea limitante entre el campo y la carretera de tierra las miradas curiosas no tardaron en dirigirse a ella. Delevoix destacaba siempre, porque realmente era imposible no voltear a dedicarle una mirada en cualquier lugar donde ella estuviera, con ese físico semejante al de algún ángel acentuado solamente por su piel de un tono blanquecino igual al de la leche y sus cabellos dorados que parecían brillar cada que el sol hacía contacto con ellos, sin mencionar el preciado color de ojos que poseía.

Regaló una sonrisa, rompiendo con el cuadro de depresión que inundaba el lugar al mismo tiempo que repartía aquel postre lleno de azúcar a cualquier persona que pasara cerca de ella. Un muchacho, no mayor que la rubia caminó en su dirección con torpeza y timidez, era alto, delgado, de cabello puramente color cacao y con una bondad exagerada desbordándose de su ser, por otra parte, una niña de largo cabello rojo frutilla y piel trigueña saltaba levemente a su lado, inmune a lo que a su alrededor sucedía.

—Po...¿podemos?—le preguntó al mismo tiempo que una sonrisa aparecía mágicamente en el rostro acentuándole suavamente toda su fisonomía. —Hace tres días que venimos huyendo de París, robaron nuestras cosas y apenas si hemos tenido alimento que...

—No es necesario, por favor—acortó Irina tenuemente, del mismo modo en que una madre amorosa hablaría. —Pueden tomar los buñuelos que quieran, para eso son.

—Me llamo Imanuel—comentó de la nada, buscando entablar una conversación con aquella mujer que le había robado la mirada mientras buscaba quitarse la pena al haber tomado dos buñuelos. —... ¿Eres de aquí?

—Irina Delevoix—respondió en un canturreo suave, volteando a verlo para examinarlo minuciosamente, deleitándose por las facciones de hombre joven que poseía y que parecían haber sido trazadas por un pincel, Imanuel lucía sereno, su corazón aún no había tenido la desdicha de ser tocado por la guerra—Soy de aquí y de allá realmente; he estado tanto tiempo lejos de donde nací que ni siquiera lo recuerdo ya.

—¿Puedes darme otro?—interrumpió la niña de cabellos color frutilla que hasta hace unos segundos atrás deleitaba su apetito, su voz era semejante a una pequeña campanita siendo tocada. Imanuel la miró a modo de regaño mientras la rubia solo río, deleitándolos con una sonrisa perfecta, adornada por dos hoyuelos, digna de ser enmarcada.

—Arabelle, pídelo de buena manera.

—Te dije que ese nombre me gustaba—sus brazos pequeños se cruzaron frente a ella mientras con un enojo infantil miraba al joven adulto. Irina se limitó a ser una curiosa espectadora de la escena.—No quiero ser Arabelle, no me gusta...¡prefiero Aubrey!

—...Arabelle significa literalmente águila preciosa mientras que el significado de Aubrey se limita a ser un elfo o estar relacionado con la magia—explicó lentamente a la niña, quien la miraba con atención divina, sin poder ser capaz de apartar la mirada de Delevoix, con sus rulos dorados brillantes, adornando como si de una pintura se tratase ese rostro de facciones infantiles. —Cualquiera que sea tu nombre le quedará perfecto a una niña tan bonita como tú, puedes estar segura, eres una belleza. ¿Es tu hija, Imanuel?

—Oh no—respondió rápidamente, intentando quitarse el azúcar que reposaba en sus labios y que se prohibía a saborear frente a Irina. —Pero la quiero como si lo fuera.

—Tu hermana entonces.

—Mucho menos...—Delevoix iba a preguntar algo más pero Imanuel se le adelantó, dispuesto a contarle la historia que respondería a su duda. —La encontré justo cuando estaba saliendo de París, ocultándose de un montón de perros hambrientos...desde entonces no nos hemos separado y aunque sea igual de molesta que una goma de mascar en el zapato le he tomado cariño y sería incapaz de abandonarla a su suerte, desde que decidí llevarla conmigo se ha vuelto mi responsabilidad y si...creo que si lo vemos de otra manera, Arabelle es mi hija.

Mon dieu...—alcanzó a pronunciar la rubia antes de que sus sentidos fueran apagados lentamente, uno por uno como si de una fila de fichas de dominó se tratase.

—¿Son de los nuestros?—murmuró Imanuel, las palabras se perdieron balanceándose en el mismo aire por el que sobrevolaban cuatro helicópteros a una altura impensable. Irina dejó de escuchar ruido alguno y sus orbes solo pudieron recorrer fijamente el camino que seguiría el proyectil que había sido lanzado.

Segundamente, su corazón latiendo frenéticamente como el disparo de una escopeta era lo único que podía sentir. El suelo tembló dramáticamente bajó sus pies al mismo tiempo que el característico humo rojizo del fuego se hacía visible en la cercanía del campo que pisaba. Antes de que pudiera perder el equilibrio su cuerpo fue jalado con brusquedad, despertándola del trance espacial en el que estaba sometida, Imanuel a su lado cargaba a una asustada Arabelle, fue entonces cuando sus piernas comenzaron a moverse mecánicamente para correr lo más lejos posible del caos infernal que se había desatado. Contó los segundos, los minutos. Fueron siete exactamente los que tardó en crecer el pánico, el miedo atrayendo al lugar la visita de la indeseada muerte.

Una nube de humo grisáceo se desprendía del campo que por fortuna ya habían alcanzado a dejar atrás, el silencio de un velorio se hizo presente cuando todo estuvo en relativa calma. Irina pudo respirar tranquilamente, sus pulmones pesaban y su cuerpo no se sentía suyo, con lentitud torturante recuperó sus sentidos y notó que ya no estaban ni cerca del campo, el centro ahora era su escenario.

—...¿Estas bien?—escuchó la voz de Imanuel hablándole cálidamente mientras revisaba a grosso modo la pálida anatomía de la mujer. —¿Irina?

—¿Qué fue eso?—alcanzó a preguntar al mismo tiempo que intentaba ubicarse entre el mar de gente que caminaba apresuradamente en el centro del pueblo, el pánico había llegado hasta ahí y la promesa de que Pont-Aven no sería alcanzado por la guerra estaba más desquebrajada que nunca. Paris había llegado súbitamente a ellos, las mujeres y niños que habían intentado escapar en busca de agua y comida no notaron que el enemigo había estado detrás de sus pasos, siguiéndolos.

La respuesta que Imanuel le daría se quedó muda cuando el sonido de un helicóptero se hizo presente en los cielos del centro al mismo tiempo que el pánico estallaba una vez más, esperando el inminente futuro del que todos temían. El joven adulto a su lado no pudo hacer más que abrazar a las dos bellezas femeninas que lo acompañaban, buscando protección en él como si este no estuviera igual de aterrado que ellas. Miles de papeletas cayeron en el suelo francés, bajando lentamente de los cielos con una danza socarrona sobre el aire que las transportaba, Irina tomó una entre sus manos y cuando la leyó el terror se cosechó en ser:

''Poblaciones abandonadas, confíen en los alemanes''.

Pont-Aven había sido condenado y la cadena perpetua a la que serían sometidos empezaría más pronto de lo imaginado.

1939Where stories live. Discover now