C A P Í T U L O 5: Ancel Deschner.

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Algún día después de firmar el Armisticio de 1940.

El cielo sobre Irina parecía un cuadro pintado por el artista más deprimido en la historia de la humanidad; las nubes habían desaparecido y el sol era solo una estrella inmensa que iluminaba con hastío soberbio la piel de las personas, igual que si este no tuviera otra opción. A su lado y de cuclillas, un joven Imanuel se divertía arrojando migajas de pan a las pocas aves que se atrevían a detenerse por ahí, absorta a eso, Irina recogía agua del pozo, deleitándose con el silencio típico de un domingo donde el pueblo entero se la pasaba metido en la Iglesia, sin buscar ni dar problemas.

—Aún sigo creyendo que lo de Esther fue mala idea—vocalizó el muchacho cortocircuitando la parsimonia en el ambiente. Irina se giró a verlo, caminando lentamente hacía él hasta llegar a sentarse a su lado con fémina suavidad. —Esa mujer te aborrece, en serio.

—No creo que así sean las cosas...—comentó dubitativa, ganándose la prolija atención del castaño. —O bien, podrá aborrecerme sí así lo desea pero ella necesitaba ayuda y yo alguien que me facilitara las tareas en casa.

—Por más ayuda que le brindes no cambiará sus sentimientos hacía ti.

—Y no le pido que los cambie, me conformo con saber que estoy haciendo algo por alguien—sentenció la rubia con firmeza en sus palabras. Una sonrisa fugaz se dibujó al contemplar la silueta escuálida de la niña pelirroja que se divertía jugando con un par de infantes más, disfrutando de la poca libertad que les quedaba y que los niños, como buenas almas blancas eran indiferentes a lo que estaba por venir. —¿Ya preparaste todo?

—Vivo en una granja—respondió Imanuel con simpleza. —Por suerte, dudo que manden a una de esas ratas a hospedarse en un lugar así...aunque tú no puedes decir lo mismo.

Las palabras que Irina estaba a punto de pronunciar se quedaron mudas al instante en que el suelo bajo sus pies comenzó a temblar de manera leve; anunciando que estaban llegando, arrastrando la miseria y el temor tras de sí. La misa dominical se cortó instantáneamente provocando que las personas dentro del recinto sagrado corrieran fuera con el pavor dibujado en cada uno de sus rostros, como si este se burlara. El régimen alemán que había prometido arribar en Pont-Aven estaba haciendo ya acto de presencia.

—Están aquí—pronunció para sí misma con lamento en cada una de sus palabras. Vio a Arabelle llegar a su lado, refugiándose entre los brazos de Imanuel quien tenía un mundo de sensaciones carcomiéndole la sangre.

La comuna francesa se unió en una sola voz para recitar una ola de oraciones, aferrándose a la fe, siendo esto lo único de lo que no podían desprenderse. Delevoix se encargó de no bajar la mirada, absorta observó con deleite el descaro en que los soldados caminaban por el lugar, triunfantes, orgullosos y sádicos, así se antojaban en apariencia. Sus pasos eran firmes, marcando de manera permanente la posesión por el lugar que pisaban, no temblaban, no se inmutaban y no se distraían, su mirada no vacilaba. Físicamente era un deleite al ojo poder mirarlos; conformaban una raza completamente perfecta sacada de un cuento producido en el infierno, comparables en belleza con un mismo ángel y en alma con el mismo demonio, todos con cabellos trazados en diferentes gamas de rubio semejante al más puro oro, altura prominente, piel tan blanca y pulcra como la leche y cuerpo parecido a una escultura tallada en mármol.

1939Where stories live. Discover now