C A P Í T U L O 7: De artes y envidias.

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El calor de Francia abrazaba su cuerpo de manera sosa, el color de las flores ni siquiera brillaba ya de la misma manera y las nubes habían desaparecido llevándose consigo todo rastro de esperanza en el momento en el que el sol pasó a ser reemplazado en todos sus matices por una ostra grisácea sin vida. Los días continuaban de una manera fugaz llevándose todo consigo cuando la noche se desvanecía como el telón de un teatro. Pronto, de manera dolorosamente lenta Irina comenzó a olvidar la voz de Enzo, la manera en que cada letra y cada vocal se deslizaban de forma grave a través de sus labios, convirtiendo cada palabra en éxtasis. Su perfume, sus facciones, cada molécula dentro del espacio atmosférico que el Buchanan representaba fue cubierto por un ostentoso muro de neblina.

Y eso la destruía.

La guerra se lo había arrebatado y su recuerdo fue a acompañarlo.

Mon Légionnaire sonaba a través del gramófono colocado en la ventana de la modesta cocina, la letra de la música danzaba por el aire de manera bulliciosa hasta colarse con lentitud en Irina. Sus manos recorrían el césped sobre el cual sus piernas descansaban dejando que su tacto jugara con la sensación que le provocaba, con los ojos cerrados intentaba recordar sin éxito al hombre con quien había hecho una promesa de amor que no era más que eso y que ya no servía para ayudarla; de Enzo Buchanan solo quedaba el nombre para evocar. Las lágrimas comenzaron a resbalar riéndose de ella a través de sus mejillas, posando el sabor salado en sus labios.

Deschner pareciendo un componente más del paisaje la miraba en silencio queriendo respetar el dolor que algo desconocido le causaba a la mujer. Él se lo preguntaba; la razón de la falta de algo en su mirada, el porqué de pronto parecía tan gris cuando ella era una representación de todos los colores del universo que Ancel conocía, era evidente que Irina tenía una historia tras ella pero iba a respetarla porque era una de las pocas cosas que podía ofrecerle. Pasaron dos minutos en que la canción comenzó de nuevo y finalmente ella limpió las lágrimas, sus orbes azules visualizaron como primer cuadro al hombre frente a ella. Imponente ante  cualquiera que decidiese mirarlo, dentro del cuerpo y la altura resultaban un remolino perfecto dentro de aquella combinación, con la piel luciendo tan pálida gracias a luz que se arrastraba por sus poros, el cabello podía apreciarse siendo tan negro como las alas de un cuervo y aquellos ojos que parecían una maldición. El ámbar burbujeando en aquel par de orbes e Irina solo pudo preguntarse como un ser tan precioso era parte de la destrucción.

Mon Légionnaire, una letra dolorosa que habla del hombre que la abandonó y su anhelo por volver a verlo—pronunció con cautela, temiendo que cualquiera de sus palabras pudieran arrebatarle la compañía de la rubia. Ella lo miró a los ojos sin tanta vergüenza como parecía suceder cada vez que Esther rondaba su presencia.

—La letra...no es algo que todos puedan comprender—respondió de manera simple. Sus orbes bajaron al césped indicando su intención de levantarse, la sensación que el hombre le provocaba era algo que ella desconocía y que no podía permitirse. Antes de poder hacerlo Deschner estaba ya a su lado, en la misma posición, regalándole una sonrisa que cautivaba todos los elementos de su cuerpo.

—Es mi caso debo admitirlo, pero soy amante del arte y Edith Piaf transmite con su voz sentimientos dignos de llevar a catalogar su música en esa materia—mirando el cabello rubio que se acomodaba en algún peinado por encima de sus hombros, las mejillas que ocultaban los labios rosados en medio de ellas y las pestañas que parecían hebras de hilos coloreados por el sol, mismo que ya había provocado manchas que se distribuían a través de su piel distorsionando la pulcritud de manera interesante, continuó: —...amante de Piaf, Wells, Dix, y de usted por supuesto. Tan surreal como una obra de arte, así es como la describiría.

Sus palabras intervinieron en la química de su cuerpo. Sus ojos en baja tonalidad azulada lo miraron detenidamente a través de una cortina de pestañas. Ancel no titubeó ni por un segundo, nunca lo hacía.

1939Where stories live. Discover now