VII

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Cuando Irina cumplió doce años, me invitó a festejarlo en su casa. Su abuela preparó recetas riquísimas: pizzas, empanadas, jugo y un pequeño pastel.

Solo estábamos sus abuelos, Irina y yo. Cuando le pregunté a la anciana si alguien más vendría, me dijo con tristeza que su nieta era una criatura solitaria, que esperaba que yo la guiara por el buen camino.

Al terminar el almuerzo, mi amiga me arrastró al patio a jugar. Saltamos la soga, jugamos a la rayuela, recorrimos el patio como dos detectives en busca de pistas a un misterio no definido. Horas más tarde, sus abuelos nos interrumpieron para avisarnos que debían salir un rato a comprar.

Sonriendo, Irina me dijo al oído que tenía un secreto y me llevó a la habitación de la pareja mayor. Juntas arrastramos una escalera para que ella alcanzara algo escondido en la parte superior de un colosal armario, tuvo que extender un brazo y yo sujeté los bordes de la escalera para evitar que se tambaleara. Nunca se destacó por tener buen equilibrio, ¿sabe?

Una vez abajo, sacudió una cajita provocando un tintineo metálico, la abrió antes de enterrar la mano en su interior.

—¿Jugamos al tesoro escondido? Estoy buscando la otra parte de este juguete, sé que la pusieron en la casa —dijo antes de mostrarme su mano abierta.

Sostenía un puñado de balas.

Dos gotas carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora