XI

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Cuando empezaron las clases al año siguiente, nuestro último grado de primaria, comencé a rehuirla.

La niña que había sido mi mejor amiga ahora me ponía nerviosa. Nunca me insultó o agredió directamente, sus palabras jamás fueron venenosas, pero ya no quería que alejara al resto de nuestros compañeros o vecinos de mí. Estaba creciendo, deseaba salir de su burbuja, que todo el mundo dejara de llamarnos como si fuésemos una sola entidad. Yo también tenía nombre, no era solo la amiguita de Irina.

Ella no estaba dispuesta a rendirse. Me seguía en los recreos, aparecía en la puerta del baño o detrás de mí en la fila del quiosco, me acompañaba a mi casa, iba a buscarme si me ausentaba. Le pidió a sus abuelos que le compraran la misma mochila que yo tenía, se cortó el cabello como mi madre me lo dejaba, adquiría ropa idéntica. En más de una ocasión la encontré en el supermercado, en el centro, en la plaza.

La última vez que la invité voluntariamente a mi casa, me mostró su álbum de fotos. Yo salía en la mayor parte de ellas. Me hizo darme cuenta que, desde el principio, ella imitaba más que mis posturas ante la cámara.

—Para ser gemelas, yo puedo cambiar —señaló esa misma tarde—, pero pronto necesitaremos hacer unas modificaciones también en ti.

Dos gotas carmesíWhere stories live. Discover now