XVII

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Hay palabras, frases casi imposibles de pronunciar.

A los soberbios les cuesta decir «por favor», a los cínicos «te amo», a los soñadores «no ocurrirá», a los débiles «nunca más». A la especie humana, «lo siento» y «te perdono». Es un círculo vicioso de rencores que nos envenena el alma desde la más tierna infancia.

Transcurrió otro año nuevo sin risas, otro cumpleaños que pedí no festejar. A mis catorce años, me encontraba en el jardín de mi abuela contemplando las estrellas, pensaba en las únicas dos criaturas que nunca podría perdonar.

Una se convirtió en mi sombra externa, acechándome desde la distancia con el objetivo de romperme y que fuera a su encuentro. Irina.

La segunda es la peor, profesor, aquella criatura que aún al día de hoy no puedo mirar a los ojos. Estas pupilas que han sido testigos de tanta inhumanidad, me hiere encontrar mi reflejo porque nunca podré perdonarme por abrirle las puertas de mi hogar a un monstruo, por haber sido incapaz de detener esa bomba de tiempo antes de que se llevara tantas vidas inocentes.

Mi abuela interrumpió mis fúnebres reflexiones al asomarse por una rendija de la puerta. Su voz temblaba al decirme que alguien había venido a visitarme, su mirada era cauta.

¿Mencioné que ocultó la llave de mi dormitorio porque temía que en la privacidad me hiciera daño físico? Era consciente de que la oscuridad que me abrazaba la estaba asustando, pero no podía arrancarla de mí, ya se había adherido a mi esencia.

Me sentía como una muñeca de porcelana rota, agotada la mayor parte del día, débil por la pérdida de peso, con dificultades para concentrarme, vacía. Tenía los músculos rígidos, puntos negros en mi visión periférica al dar un paso tras otro en dirección a la cocina.

Había tres personas uniformadas que se pusieron de pie nada más verme, tres pares de ojos que estudiaron lo que quedaba de mí.

—¿Recuerda a una muchacha de nombre Irina? —me preguntó una de ellos, extendiendo cientos de fotografías sobre la mesa.

«¿Irina? ¿Quién es Irina?», intenté preguntar porque le juro que en ese momento olvidé por completo a esa niña, fue como si mi cerebro se hubiera apagado.

—¿Estas fotos le pertenecen, usted se las entregó? —insistió la misma oficial, su mano señalando algo en la mesa.

Sentí la sangre abandonar mi rostro, enfoqué la vista para encontrarme con un centenar de... autorretratos. Era yo en distintos contextos. Sola, sentada en el columpio del parque, patinando, durmiendo entre mis sábanas, en la ventana de mi living. Caminando por la calle en las mañanas, regresando de la escuela al medio día. De perfil, en la distancia. De espaldas, captada de cerca.

Quise retroceder, acurrucarme a sollozar en un rincón de mi mente, pero mis miembros estaban estáticos.

—Hay más —la voz de la extraña mujer de azul llegó como un eco desde la distancia—. Tu nombre se hallaba escrito en las cuatro paredes de su habitación. ¿Puedes decirnos qué fue Irina para ti?

Sabía que usted tampoco se perdería ese detalle, profesor. Ese «fue» en lugar de «es».

Dígame: si le pide un deseo perverso a las estrellas y estas lo cumplen, ¿en quien recae la culpa? ¿En nosotros por enviar una energía negativa similar a una maldición, o en el aire por permitir esa coincidencia?

Una noche cerré los ojos ante una estrella fugaz y pedí que se hiciera justicia, aunque en el fondo lo que en verdad rogaba era venganza. Fui demasiado débil para exponer a Irina ante todos, preferí alejarme a lamer mis heridas y esperar a que mis problemas se solucionaran solos, qué más daba enviarle mis energías a un meteorito casual.

Trato de consolarme razonando que nadie me habría creído si les hubiera dicho que no fue un mero asalto lo que se llevó a mis padres, que el mismo monstruo acabó con la vida de sus propios abuelos e indujo al suicidio a un niño de siete años. Yo no presentaba la imagen de alguien muy estable después de esa herida doble, en un duelo de voluntades contra Irina ella habría salido victoriosa.

—Mi mejor amiga —musité esa noche ante las autoridades, levantando la única imagen en la que aparecíamos juntas, aquella tarde en el parque a los ocho y nueve años luciendo sombreros idénticos.

El «fue» siguió zumbando en mis oídos.

Entonces esa extraña dijo las palabras que supe desde su llegada. Sentí una punzada interna difícil de explicar, profesor, dolía todo y a la vez nada. Fue como si un lazo invisible fuese cortado, dejando el extremo que me unía a otra persona con una herida infectada.

—Lamentamos comunicarle esta noticia —empezó con consideración—. Los vecinos se preocuparon al no ver señales de habitabilidad en su casa los últimos días, la encontraron esta tarde cerca de unas escaleras... Irina sufrió un accidente.

Dos gotas carmesíWhere stories live. Discover now