XIII

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Disculpe, necesito un segundo.

No se moleste, tengo una botella de agua en mi mochila. Apoyar los codos en la mesa y enterrar los dedos en mi cabello me ayuda a recuperar el control, no vaya a pensar que estoy a punto de sufrir una crisis, por favor.

Detesto que mi voz tiemble de esta forma cuando hablo de las primeras dos gotas de sangre que fueron derramadas, cuando las pienso olvido algo tan simple como respirar.

Ya estoy bien, no se preocupe.

No, no, necesito terminar esta historia.

Tenía doce años cuando mis padres sufrieron lo que la policía registró como «Homicidio doble por asalto a mano armada». Aunque no hubo pruebas de que hubieran opuesto resistencia, la cerradura no fuera forzada, se llevaran solo efectivo y se diera a plena luz del día tras unas cortinas cerradas, las balas en sus cráneos eran determinantes.

No hubo testigos, lo que podría traducirse en no hubo culpables, no hubo justicia.

Cinco semanas después, podría haber jurado que era yo quien había sido asesinada y condenada al más vil de los infiernos. Decidí alejarme de todo lo que representaba mi infancia, rechazando cualquier intento de consuelo.

Mis abuelos paternos tomaron mi custodia, no merecían tal herida a esa altura de su vida. ¡Es una locura que un padre entierre a un hijo!, no está bien, es antinatural. Aunque jamás demostraron otra cosa que amor, mi presencia era un recordatorio crudo de esa tragedia. Agradecía su apoyo a mi manera, siendo obediente y fingiendo que estaba superándolo.

La realidad era otra. No podía dejar de llorar, me daba prisa en terminar de desayunar, almorzar o cenar para poder encerrarme en mi dormitorio, buscaba la soledad a cada segundo.

Aprendí a sollozar en silencio, a ahogarme en lágrimas mudas. Creía que llorar hasta quedarme dormida me curaría como ocurría cuando había tenido días malos. Me equivocaba, el llanto era una bola de nieve que no hacía más que crecer, hundirme en un abismo del que perdí la esperanza de salir.

Extrañaba a mi madre, sus abrazos, sus besos en la frente antes de irme a dormir. Necesitaba las risas de mi padre, ese optimismo que hallaba solución a los problemas más graves. ¡Necesitaba que me dijeran que los monstruos no eran reales!, que la sombra que me acechaba cuando caminaba por la calle era solo parte de mi imaginación.

Una tarde me encontraba sola en casa, mis abuelos debieron presentarse a hacer unos trámites. Las puertas y ventanas tenían llave, apagué las luces porque me lastimaban los ojos cansados.

El teléfono fijo sonó. «Número privado», decía el identificador. Quise ignorarlo, pero el tercer tono se convirtió en quinto, en décimo. Una llamada perdida en dos, ¡en tres!

Atendí.

Nadie me respondió, ni siquiera una respiración agitada que delatara a algún enfermo que pretendiera molestarme.

Corté.

Cuando regresé a mi cama, encontré un trozo de papel sobre la almohada con el mensaje de «¿Quieres salir a jugar conmigo?». Lo volteé para descubrir que se trataba de una foto mía sentada en un columpio. La habían tomado desde la distancia, hacía tres días.

Estuve demasiado aturdida para reaccionar entonces, la guardé en un cajón de la mesita y me dejé caer en la cama. Abracé mis rodillas y reprimí el llanto contra la almohada, grité hasta tener la garganta en carne viva, hasta que el sueño me venció.

Me despertaron las llaves en la cerradura, las voces de mis abuelos llamándome. Mi primera reacción fue buscar en el cajón de la mesa de luz.

Estaba vacío.

Dos gotas carmesíWhere stories live. Discover now