Capítulo 3

11 3 0
                                    


Diez años después...


Hasta los domingos era día de trabajo para los Müller. 


Aquella mañana hacía frío. El otoño quebraba las cimas del bosque y la leña ardía en el brasero. Peter estaba metido en el lecho. Las sábanas arañaban su piel con brusquedad. Veía la lluvia salpicar los cristales, y escuchaba a su padre hablar desde el piso de abajo. Se acurrucó un poco más cuando el helor matinal se coló por el roto de la ventana, que tenía un agujero de un tamaño considerable. A veces, sobre todo en invierno, Peter lo cubría con telas.

     Giró sobre el colchón, y la paja que lo rellenaba y le daba consistencia se le clavó en la espalda. Incómodo, se sentó sobre el camastro, que gruñó, y se destapó. Fue hasta un viejo mueble que había al otro lado del pequeño habitáculo y extrajo de uno de los cajones un grueso jersey. La escalera de mano estaba al lado del mueble. Descendió los inestables peldaños y apareció en el oscuro pasillo que había tras la casa. En el corredor se visualizaban cuatro puertas: dos alcobas (una de ellas, la menos fría, era de sus padres), un viejo trastero y una sala donde asearse y donde, bajo capas de polvo, guardaban el único espejo de la casa. Era un cacharro aparatoso que los contemplaba sobre una palangana, cubierto de mugre y con una grieta que lo partía en dos. Peter se contempló durante varios segundos que le parecieron interminables. Se quitó la camisa que llevaba puesta y llenó la jofaina con la jarra de agua que había junto a ella. Metió las manos dentro y luego se las restregó por la cara, despejándose. Cogió el paño de tela que colgaba del espejo y se secó el rostro húmedo. Después empapó un extremo del trapo y se frotó el torso y las axilas. Cuando hubo acabado se secó el cuerpo por el otro extremo y se puso el jersey negro que había traído. Cogió el pequeño cepillo de su padre y se acicaló los cabellos negros como el tizón. Fue a la sala de estar, donde su padre bebía un café recién preparado junto al fuego. Sentada en uno de los sillones, con la manta hasta el cuello y la cara ojerosa, estaba su madre.

     -Buenos días.

     -Buenos días, Peter.

    Mientras se dirigía a sus padres, el suelo de madera crujió bajo su peso.

     -¿Va todo bien?

     -Sí, bueno... tu madre está algo indispuesta. Hoy no vendrá a trabajar con nosotros.

    Peter miró a Rebecca con cara de preocupación y el ceño fruncido. Se agachó hasta quedar agazapado a su lado y le cogió una de sus manos.

    -Mamá, ¿estás bien?

    Ella sonrió y asintió con la cabeza.

     -Sí. Sólo me duele un poco la cabeza. Puedes estar tranquilo. Estoy segura de que os apañaréis sin mí.- Su voz era ronca y su aliento olía a enfermedad.

     Peter la besó en la frente. Su piel estaba excesivamente caliente. Pudo ver de reojo la cara de preocupación de su padre. Se alejó de ambos y fue a recoger la taza de café que le correspondía. Estaba justo encima de la mesa. Dio largos sorbos al líquido caliente mientras pensaba que era la primera vez que su madre no iba a trabajar. Jamás, incluso aquella vez que no podía dejar de vomitar y que estaba pálida como la tez de un cadáver. Sabía que no podía ser sólo un dolor de cabeza. Eso no era suficiente para dejarla encerrada en casa. La había visto trabajar en condiciones peores muchas veces. Peter percibió la forma en la que sus padres se miraban, como si estuvieran manteniendo una conversación con la mirada para no tener que hacerlo en voz alta. Su padre estaba realmente pendiente de ella. 

SnowbirdDonde viven las historias. Descúbrelo ahora