Capítulo 9

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Habían pasado cuatro días desde que el señor Brooke fue a verlos a la quesería. Rebecca se lo contó todo a su marido con pelos y señales, y él no podía dar crédito a que ese hombre hubiera siquiera aparecido por su tienda. Peter esperó ansioso la respuesta de sus padres. Ciertamente sentía un deseo interno, en lo más profundo de él, de abandonar su casa y seguir a aquel hombre que parecía Dios vestido con traje y sombrero regalando ilusiones a sus hijos cristianos. Jamás pensó que sentiría algo así por una oferta como esa, pero ahora que se lo habían propuesto, por primera vez en su vida, llegó a planteárselo. Nunca lo había dicho porque no le gustaba quejarse pero estaba bastante aburrido de ir de la cabaña hasta la quesería y de la quesería a la cabaña todos los días. Sí, era cierto que sabía lo que debía hacer. Desde bien pequeño creció pensando que aquellos quesos eran su destino, era algo que tenía asumido. No podía abandonar a sus padres, con su madre recuperándose de la enfermedad que había logrado debilitarla, y dejarles la tienda y todo el trabajo que había en la casa de la montaña, con el rebaño y la madera con el invierno inminente. Siempre había estado dispuesto a conformarse, no le importaba tener que hacerlo porque no sería el primero al que le tocaba aceptarlo, como hizo su padre y su abuelo antes que él, pero ver otra salida en su confuso destino lo hizo dudar de lo que quería o no. Para sus adentros, llegó a desear con ansias de loco que sus padres aceptaran, pero nunca lo dijo a nadie. Jamás. Temía herir a su familia, y eso era lo último que deseaba en aquellos momentos.

     A la mañana siguiente ya habían pasado cinco días desde la aparición del ilustre señor. Peter estaba realmente nervioso y sus padres evitaban hablar del tema delante de él, como si temieran decir algo indebido. El 8 de noviembre, el cochero del señor Brooke aparcaría ante la puerta de la quesería. Si estaba dispuesto a aceptar su oferta, podría acomodarse en uno de esos sillones tapizados y viajar como todos los hombres sueñan viajar hasta su nuevo alojamiento: la casa del señor Brooke. Peter intentaba no darle importancia al tema, olvidarlo un poco, pero le era prácticamente imposible no tratar de imaginar cómo debía ser la casa de ese hombre, con habitaciones grandes, suelos cálidos, lavabos limpios... y él jamás había visto una casa así, ni siquiera en sueños. Era capaz de imaginar algo sencillo en comparación a lo que realmente era la casa de los Brooke: todo un palacete británico incrustado en mitad de Kärz. Pero eso aún no lo sabía y lo descubriría poco después.


Aquel no fue uno de los mejores días de Rebecca. Estuvo tosiendo toda la mañana y tuvo que refugiarse en el establo junto a Tom, lejos de las miradas de los clientes, para que no salieran corriendo. Peter atendía en el mostrador con su padre y cuando el establecimiento se vaciaba, continuaba dibujando el retrato que estaba realizando de un tipo que había visto en un periódico pero cuyo nombre no recordaba. Su padre aprovechaba los ratos muertos para revisar el correo: algunas cartas amarillentas llegadas de la familia de Becca o de otros parientes lejanos.

     -Hijo...

     Peter alzó la mirada y levantó el carboncillo del arrugado papel donde estaba dibujando, dejando así al hombre de su dibujo con la nariz inacabada.

      -¿Qué ocurre?

     -Hay una carta para ti. A nombre de Astrid Baumann. 

     El joven muchacho se levantó tan rápido de la silla donde estaba que tiró al suelo el cuaderno y el carboncillo, pero no se detuvo a recogerlos. Llegó hasta su padre a grandes zancadas y le arrebató la carta de las manos. Su padre lo miró con el ceño fruncido, intentando comprender el por qué de tanto revuelo. Peter mientras miraba la carta, algo aturdido. Era una carta pequeña y no llevaba sello ni remite, sólo el nombre de la joven en una de las caras del sobre y el nombre de Peter en la otra cara. Estaban anotados con una caligrafía impecable y cursiva, incluso elegante. No pudo resistir más la tentación, dio dos pasos con disimulo para alejarse de su padre, y rajó el papel hasta extraer la nota del interior. Estaba realmente emocionado de que le hubiera escrito.

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