Capítulo 5

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El diagnóstico del doctor Frei fue claro y tranquilizador: Rebecca había sido víctima de un simple resfriado que, al parecer, la había pillado con la "guardia baja". Al menos, esa fue la expresión que él empleó para explicar los síntomas que había tenido. 

      -Dolor de cabeza, escalofríos, dolor de garganta... Está claro.

     Rebecca no parecía muy convencida, quizá porque los escalofríos que sentía eran demasiado fuertes o notaba una sensación muy extraña al fondo de su garganta, pero escuchar aquello de un médico que, se supone, sabía del tema, resultó tremendamente tranquilizador. Por supuesto, lo creyó. No había ningún motivo para no hacerlo. Tomando algunas infusiones caseras logró mantener a raya el dolor de garganta, aunque apareció la tos. Era una tos seca y desgarradora que hacía que le ardiera la garganta y que le doliera el vientre del esfuerzo. Llevaba con ella un pañuelo de tela blanco, guardado en el bolsillo del delantal. Cada ver que estornudaba o tosía, se cubría la boca con él. Y luego sonreía. Esta fue su excusa para volver a la quesería. Decía que estaba mucho mejor, que con el pañuelo no había riesgo de contagiar el resfriado a los clientes.  

     Así que volvió.


La mañana del 25 de octubre de 1919 los tres partieron hacia Kärz desde lo alto de Gärsthorn, descendiendo por la colina mientras el sol salía por el este. Hacía un frío horrible, pero eso ya era de esperar. Rebecca iba escondida en el carromato, tapada con mantas y refugiada del frío, mientras que padre e hijo iban juntos en la banqueta del carro, contemplando el espectáculo. Las nubes que había en el cielo eran brumosas y corrían con velocidad. Las flores que había en la orilla del camino, que descendía serpenteando por la falda de la montaña hasta el pueblo, estaban petrificadas por las heladas resultantes de las bajas temperaturas. Era hermoso ver al mundo despertar todos los días. Los bosques que quedaban antes de llegar a la cima se iluminaban y los verdes de sus hojas cobraban intensidad, resplandecientes bajo el manto de escarcha. Los prados herbáceos que los rodeaban aún estaban levemente cubiertos de nieve blanca de las nevadas anteriores. Era un camino pedregoso y lleno de curvas, y el carruaje brincaba y traqueteaba sobre el suelo.


Cuando llegaron a la quesería, Alfred llevó a su hijo a la trastienda y le dio el día libre.

     -Pero, ¿por qué, padre? Necesitáis ayuda, ya te he dicho que estos últimos días el número de encargos se ha disparado. 

     -Esta semana me has demostrado una madurez increíble, Peter. He visto tu talante profesional, has llevado el negocio como dios manda, tanto los días que he podido estar como los que no he podido, cuidando de tu madre y acudiendo al doctor Frei. Eres mi hijo, y estoy muy orgulloso de ti. No sabes cómo me tranquiliza ver cómo has sabido desenvolverte en estos tiempos en los que los pedidos han aumentado, eso me hace ver que estás preparado para el negocio. Algún día, si lo quieres, Peter, esto será tuyo. Es todo lo que tengo. 

     -Me complace oírle decir eso, padre, pero volviendo al tema del día libre, creo que me necesitáis. Madre está enferma, no trabajará igual.

     -Nos apañaremos, Peter.- El joven negó con la cabeza, confundido y algo frustrado.- ¿Por qué no vas a la plaza, compras un periódico, lo traes aquí y nos lo lees? Corren tiempos de guerra.

     Peter sonrió. Sus padres eran analfabetos. Los dos. No sabían ni leer ni escribir. Sólo se manejaban con los números, que eran estrictamente necesarios para trabajar en la tienda y cobrar a los clientes. Al menos él sabía leer y escribir. Esa era su principal función en la quesería.

     -Padre, la Gran Guerra ha terminado.- Dijo Peter, como olvidando su conversación anterior.

     -No me lo creo. Esos boches están locos. Desde el primero hasta el último. 

SnowbirdWhere stories live. Discover now