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"Pero si yo sé que lo que hago está mal, eso demuestra que estoy de acuerdo con que la ley es buena. Entonces no soy yo el que hace lo que está mal, sino el pecado que vive en mi"

Romanos 7.16-17

Eder

Un torrente de lluvia invadió todo el jardín, la transparencia del ventanal reflejaban mis ojos llorosos y apesadumbrados. Me hallo dentro de mi habitación, pensando. Pensando que quizá lo que mama dijo es cierto. O también que yo tengo toda la culpa de lo sucedido. Repasaba mentalmente todo cuanta sabia de mí mismo. Experiencias, lugares, rostros. También sabía que, dentro de mí, muy en el fondo, quería salir el dolor acumulado de hace años. Entonces, cuando menos me di cuenta, no paraba de llorar.

Siempre he sabido de la existencia de un único Dios vivo y jamás he renegado de Él. Pero hubo un suceso, un problema, una experiencia atroz, que me separo de Él. De la edad de cinco años hasta los once años fui objeto de abuso sexual. Esto, con los años, causo en mí una hipersexualidad muy activa, y con ello, iba de la mano con inseguridades, miedo y depresión. Al ser un chico de doce años abusado sexualmente e hipersexual, comencé a buscar como loco una experiencia sensual a muy temprana edad.

En la edad de quince años, caí en fornicación – y si se puede decir prostitución-, todo porque pedía dinero a cambio de sexo. Todo esto me hizo un esclavo de ello. Una vez, a los dieciséis años, decido hablar con mi familia sobre lo que me había pasado, y con todo eso, explicarles que yo era gay.

Sentado sobre el sofá, hablando con mis padres y viendo la expresión en sus caras, me decía para mis adentros que no era el momento y que no estaba seguro de ser gay; pero yo quería hacerlo. Al terminar, mi madre se acerca con lágrimas en los ojos y me dice:

— Hijo, es que, si tu no hubieses sido abusado sexualmente cuando niño, ¿tú no serias gay?

Quede estupefacto ante sus palabras. Cerré los ojos y dejé de pensar en mis deseos. Era una buena pregunta, pero difícil de contestar.

A partir de ese momento, esa pregunta se convierte como en un fantasma que venía y se arremolinaba entre mis pensamientos, día y noche. Sin embargo, yo me arme de valor y le deje en claro a mi familia que yo era gay.

Me hice de amigos gays, mantuve relaciones con unos de ellos, pero simplemente yo buscaba la aceptación de la gente. Cuando yo llegué a este grupo de personas, me sentí aceptado y decidí seguir con ese estilo de vida. Inmediatamente pensé, ellos sienten lo que yo siento. Entonces, comencé a aprender y a tener comportamientos de mis compañeros. De alguna u otra manera tenía que hacer algo para seguir siendo aceptado.

Un año más tarde de haberme confesado con mi familia, ellos deciden llevarme con un psicólogo – sin mi autorización-, sin embargo, todo empeoro. Yo me sentía culpable por lo que me había pasado, culpable porque me gustaban los hombres, culpable por todo. Esta mujer salió a reducir esto y más en mí.

— Buenas tardes, Eder — dijo la psicóloga cuando entre a su despacho, a regañadientes.

Me crucé de manos sin decir una sola palabra y me senté frente a su escritorio. La vi cambiar de postura en el asiento. Sus manos se posaron sobre la mesa. Sus ojos brillaban y las comisuras de sus labios no dejaban de levantarse.

— ¿Cómo estas?

Solo pensé un poco antes de responder. Quizá fuera posible que no me sentía a gusto que ella supiera que soy gay. Quizá el ambiente y su mirada perfecta bajaban mis defensas con las que había llegado, porque normalmente hubiera salido corriendo hecho una furia.

— Mal. Porque últimamente parece que para mi familia he cometido una estupidez. Y quizá una parte de mi necesita saber si está bien, algo con lo que me sintiera bien del todo.

Creí que ella iba a decir algo. Casi lo esperaba. Pero no lo hizo.

Estuve un rato contemplando su pequeña oficina y escuchando como arrastraba la mano tras escribir algo en una de sus libretas y pensé en cuanto echaba de menos dormir con mi novio Carlos. Muchos días me sentía el hombre más solitario del mundo. Pensé en las manos pequeñas de Carlos y sus labios suaves y rosas, un festín a la hora de acariciar mi piel. No seas idiota, dije para mis adentros, y suspiré tragando saliva de forma instantánea.

Fue en ese momento, cuando sin darme cuenta ella me observaba, y comenzó a hablar. 

Amar merece la pena [TRILOGÍA #3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora