Capítulo VIII

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—No tienes por qué estar buscando a otro hombre. Tienes al señor Octavian que es como si fuera tu esposo.

Su madre estaba terminando de adornar su ser con las joyas que le habían sugerido que vendiera tantas veces y que la mujer se había negado rotundamente.

—Octavian no es mi esposo y no podría serlo en cualquier otra realidad, además, conoces al hijo de los Jenks desde que éramos niños. Sabes que solo es un amigo.

Elizabeth miró a su hija por el reflejo del espejo del antiguo y algo despintado aparador y chasqueó la lengua en tono se desaprobación.

—Ese joven sin dudas no heredó el encanto de sus padres. Y de todas formas, no tengo noción de dónde vive él ahora, Anne. Cuando su madre murió dejé de visitarlos. Supongo que su padre debe seguir viviendo en la misma casa.

La señora Owens pocas veces decía cosas que le parecieran útiles a la joven, pero aquel caso era una excepción. En verdad no se le había ocurrido que el señor Jenks podía seguir viviendo allí.

—Iré a preguntar ahora mismo antes de que no sea un horario prudente —avisó a su madre para luego despedirse rápidamente e irse.

Informó a Edmund, quien la esperaba en la entrada de su antigua casa, que regresaría con Alfred para que éste se marchase. Luego de que se retirara, fue a pedirle a su antiguo cochero que la llevara a la casa del señor Jenks, ubicada en la zona oeste del barrio.

La casa paterna de su amigo seguía siendo tal como la recordaba, bonita, pintoresca pero a su vez sencilla y nada ostentosa. Lo único que había cambiado eran los árboles de jazmines que solían poseer, antes todos floridos y fragantes, pero en su lugar había troncos desnudos y esqueléticos similares a corales petrificados. Cuando estuvo próxima a la puerta pudo notar que la casa también sufría otros deterioros como parte de la pared dañada o con musgo y los zócalos de las ventanas podridos e hinchados por las torrenciales lluvias de Londres. Le entristeció verla arruinada y pensar que todo era un reflejo de la tristeza del padre de Oliver tras la muerte de su esposa, lo que a su vez la llevó a pensar en Octavian y Rose, en que ojalá él estuviese así de triste. Luego de dar tres rítmicos golpes, la puerta se abrió seguida de un rechinido por la falta de grasa. El señor Jenks lucía desmejorado. Su ropa le quedaba holgada haciendo parecer a sus brazos y cuello como finas ramas vestidas como los espantapájaros. Sus ojeras violetas contrastaban con su piel y el olor a tabaco en pipa que salía del interior era más que asfixiante.

—Rose Mary, qué alegría verte. No has frecuentado mucho estos lados desde que te uniste en matrimonio.

Anne sintió impresión al ser confundida con su difunta hermana pero no corrigió al hombre. No quiso hacerlo sufrir.

—También me alegro de verlo, señor Jenks. No he tenido mucho tiempo, pues ser la esposa de alguien requiere demandas.

—Debes ser una esposa maravillosa. Ojalá mi Oliver encontrase a alguien como tú.

—Me halaga, pero solo cumplo con lo que cualquier chica debería.

—¿Te gustaría pasar? —preguntó el hombre de avanzada edad después de notar que seguía hablando en la puerta de entrada.

—Me encantaría, pero en este momento no gozo de tiempo suficiente. De hecho, he venido a preguntarle la nueva dirección de Oliver. Me gustaría ir a visitarlo.

Jenks le dijo que esperara y al cabo de unos minutos volvió con un trozo de papel garabateado con tinta negra.

—Esa es la dirección. El número veintidós de Limehouse. Primer piso puerta ocho. Envíale saludos a mi hijo.

Mary'sWhere stories live. Discover now