Mala racha

385 31 13
                                    

XVI

Chicago, Estados Unidos, 2016.


— No te quiero ver más en esta casa, ¿me escuchas? Has deshonrado totalmente a esta familia. Como has podido hacerme esto...

Las palabras salieron disparadas como dardos punzantes y se clavaron en todo su ser, hiriéndolo y destrozándolo. Tragó saliva, el nudo en la garganta era cada vez más grande. La miró, intentando ver si había algún arrepentimiento o pena por lo que había dicho, sin embargo, no lo miraba. Su postura era de total rechazo y repugnancia. Hizo un amago de acercarse a ella, pero se apartó, como si estuviese asustada de que le hiciese daño. Como si él fuese un monstruo, y no su propio hijo, aunque a esas alturas sabía que en sus ojos lo era.

—Mamá...

—No. —Lo interrumpió— Quiero que cojas tus cosas y te vayas. Bajo mi techo no va a vivir alguien...—hizo un gesto con las manos intentando explicarse— así.

Con lágrimas en los ojos le respondió con palabras llenas de rabia y tristeza:

—Soy tu hijo. Tu hijo, tu sangre. No me puedes hacer esto. —Ella apartó la mirada otra vez.

—Sí, sí que puedo. Dios no permite esto. Eres un hombre y debes hacer cosas de hombres, y no comportarte como un travesti degenerado. — Se cruzó de brazos y lo miró— Cambias o coges tus cosas y te largas de esta casa.

Con tan solo escuchar la palabra "Dios" tuvo bastante para girar sobre sus talones, subir y hacer dos maletas con las cosas que realmente necesitaba. En esos momentos no asimilaba lo que estaba ocurriendo, actuaba por el daño que le estaba haciendo su madre y por sus principios. No sabía dónde iría, pero iría lejos de esa casa y pueblo que nunca lo había querido. Bajó hasta la entrada y cogió su abrigo. Miró a su madre, que tenía su atención en las baldosas de la cocina, y le dirigió sus últimas palabras.

—Me voy, voy a desaparecer. Espero que esto siempre te pese hasta al punto de hacerte mierda. Cada hora, día y año que pase será peor. Como papá, no voy a volver. No sigas esperando.

Abrió la puerta y se fue.



Levantó la mirada del tocador y se miró a sí misma. El maquillaje se posaba en su rostro como si hubiese nacido ya con él. Su mirada estaba decorada con unas lentillas azules y colores vivos en los parpados. Sus labios eran grandes y rojos, y sus pómulos grandes y llamativos. Y su peluca castaña la hacía verse como toda una estrella de cine. Habían pasado seis años y muchas cosas habían cambiado.

Había crecido y madurado, había conducido su vida como quería, y había pasado por cosas que ninguna madre o padre querría para sus hijos. Él se veía distinto, y ella también. Elektra formaba parte de su vida diaria. Siempre lo había sido, era él, su lado femenino en todo su esplendor. Para algunos eran personas distintas, pero él pensaba que eran la misma. La diferencia era que cuando se ponía la peluca y el maquillaje parte de su personalidad extrovertida salía a flote. Elektra era una mujer bella, ruidosa y con una lengua de víbora. Se caracterizaba por soltar comentarios desagradables a la gente siempre des de un lado cómico, aunque a veces no fuese así. Una reina que le daba todo igual, hacía reír con sus desgracias y con las de los demás, y en cada espectáculo se esforzaba para pasar de los cien dólares. Allí, en Wonderland, era muy conocida y respetada. Aquello era su trabajo completo y lo hacía de lunes a sábados, y algún domingo si realmente estaba desesperada para llegar a fin de mes.

Amaba lo que hacía y no lo cambiaría por nada. Desde que se había mudado a Chicago, la cuna del drag, había conocido a gente de todo tipo. A gente maravillosa que la acogió y la ayudó en todo, que le enseñó a mejorar su arte; y otro tipo de gente que la intentó pisotear y sabotear. El mundo drag a veces no es tan acogedor como parece. Pero Elektra, con sus plataformas y su boca mordaz logró apartarlas de su camino y hacerse un hueco en los locales más famosos de la ciudad. Allí había empezado de nuevo y había formado su propia familia con gente que la aceptaba como era y se preocupaban por ella. Y aunque esto lo agradecía mucho, sabía que algo faltaba para que su vida estuviese totalmente completa. Sabía que ese pequeño vacío implicaba a esa mujer que le había dado la vida, lo había criado y luego lo había botado de su hogar como basura. Todavía sentía la misma rabia que aquella noche, pero ahora, después de tanto tiempo, sentía remordimiento y sobre todo ganas de volver para abrazarla y hablar con ella. Sabía que su estilo de vida no era malo, que había nacido así. No obstante, había una parte de él que se sentía culpable y que pensaba que las cosas podrían haber sido distintas. No podía volver como si nada, y sabía que su madre no vendría por si sola.

De pequeños todos matamos hormigasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora