El último en morir que apague la luna

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I

Afueras de París, Francia, 1996.

The Doors retumbaba por los altavoces del coche y se escuchaba por todo el prado, simulando un concierto del legendario grupo en medio de la nada. Era una noche fría de verano, estrellada y con la esplendida luna llena. Tan solo se escuchaba a los grillos, la grave voz de Jim Morrison y las risas y gritos de los cinco adolescentes que bailaban y bebían. Uno de ellos, un chico rubio y alto, tomaba caladas de un cigarrillo sin parar mientras intentaba mantenerse en pie y a la vez bailar; otro de ellos, una chica con el color de la noche en sus cabellos, tomaba tragos de una botella de vodka a la vez que agitaba las manos al aire y movía la cabeza; otra chica, una rubia menuda, tenía el maquillaje corrido por las mejillas y cantaba a todo pulmón la canción; otro, un muchacho agitado se reía de ella e intentaba agarrarla, y otro chico, pelirrojo, bailaba cuanto sus pies podían y a veces soltaba alguna carcajada. La luz de los faros del coche era lo único que iluminaba sus desorientados rostros. Hacía frío pero ellos tenían calor. Los cinco se habían transportado a otro mundo y ahora tan solo vivían para desgastar su juventud y beber. Parecían lobos salvajes en ese inmenso prado verde, aullando, jugando y adorando a la Luna, su amante. Destinados a dejarla cuando el Sol llegase y echarla de menos el resto de las noches hasta que, treinta noches más tarde, se volviesen a encontrar.

Pero dos lobos de esa misma manada, se habían separado. Por esa noche, habían dejado de lado la norma de adorar la luna y habían decidido echarse en la punzante hierba y adorarse al uno y al otro, mientras, se terminaban una botella de ron y fumaban. Y cuando todo se había terminado y todo les daba vueltas, juntos, estirados, empezaron a hablar de cosas sin sentido y se hicieron promesas que más tarde nunca se iban a cumplir. Al menos, no las de ella.

Rubén, con los ojos achinados reía por lo bajo. Dominique le había dicho algo serio, pero a él le resultaba gracioso. La rubia, al ver que no le respondía, también se rió. Las carcajadas de aquellos dos eran ruidosas, torpes y algo psicópatas. De pronto, los dos dejaron de reírse. Miraban hacía el cielo estrellado y comenzaron a sentirse hipnotizados por la belleza que esplendía la Luna. "Que hija puta que es la luna, me tiene embobado", pensó Rubén, a lo cual soltó una risa. Los labios de Dominique se habían separado y su boca comenzaba a secarse. Pensaba que lo que estaba viendo ahora era algo muy bello y deseaba poder guardarse esa imagen en la cabeza. Entonces, comenzaron a venirle pensamientos pasados en la cabeza.

—Rubén—su voz temblaba y comenzaba a sentir frío. Agarró la mano del chico. Él le respondió con un murmuro, no se había dado cuenta que lo había llamado hasta que sintió su tacto—Tú... ¿tú crees en la reencarnación?—se mojó los labios al formular esa pregunta. Ella no lo sabía, pero estaba ansiosa por su respuesta.

Rubén dejó de reír. Frunció el ceño ante esa pregunta. La conversación, al parecer, se había tornado seria, y aunque estuviera en ese estado en que todo le parecía gracioso, sabía lo que le había preguntado. Pero no sabía qué responder.

Ahora Blue Sunday sonaba al fondo y cada vez más alto. Las risas y gritos de los demás eran también más fuertes. Respondió lo primero que se le vino en la cabeza:

—No lo sé.

Rubén sabía sobre lo que Dominique había preguntado. Vagamente recuerda a Jordi, un amigo suyo, hablarle sobre ese tema.

—¿Y nunca pensaste que pudiste haber tenido una vida pasada?—Volvió a preguntar —¿Qué haya sitios y personas que te suenan de haberlos visto alguna vez, pero que nunca en tu vida los visitaste o conociste?—Rubén no dijo nada—Creo que me pasa contigo.

Rubén no contestó, sonrío y le dio un apretón en la mano para que continuará hablando.

—Es decir, cuando te vi inmediatamente pensé que eras un pringado, pero cuando te conocí...—sus palabras se quedaron suspendidas en el aire—Sentí que estábamos predestinados, ¿sabes? Y cuando sientes eso, creo que es porque ya quisiste a esa persona, en algún pasado, aunque no lo recuerdes.

Cuando terminó de decir eso, Rubén no supo que responder. La escuchaba, totalmente, y entendía todo lo que decía, pero seguía sin saber qué decir.

El muchacho rodó por la hierba y se posicionó entre sus piernas. Ella seguía mirando al oscuro cielo y él le tapó la vista a la luna. Dominique rodeó su espalda y levantó un poco su camiseta y comenzó a acariciarlo. Rubén escondió su rostro en el cuello de la chica y cerró los ojos. Dominique, otra vez, podía ver la luna.

—Creo que me encontraste en el correcto universo.—Comenzó otra vez ella rompiendo el silencio entre ellos—Puedo vernos en la antigua Grecia, en los maravillosos 70 o en la Edad Media. Y somos felices, como ahora.

Un silencio se hizo entre los dos que pareció durar horas. Cuando terminó de hablar, Rubén pensó que estaba borracha como una cuba. Pero también que Dominique había dicho esas palabras con sentimiento y sinceridad, y él las sentía. No obstante, su idiotez y su estado no le permitían responderle como era debido. Tanto que había imaginado tener conversaciones imaginarias con ella, y cuando llegaba el momento se quedaba callado. 

Quizás lo que ella le había dicho fuera cierto. El Universo era un sitio muy misterioso y lo que sentía por Dominique era tan real que no le asustaba. Si la reencarnación era cierta, puede que la quisiera hace mucho tiempo atrás, cuando todo no era tan difícil. El pensamiento de ese concepto lo volvía loco y lo quería rechazar, y a la vez lo atraía y le hacía ver las cosas más claras. Quizás fuese el alcohol, la noche o la misma luna que lo hacían sentir de esa manera.


Rubén entonces le invadió un deseo de contestar a todo el discurso que ella había soltado. Y lo hizo dando una respuesta arriesgada y con algo invadiendo todo su ser. Sintió como ese sentimiento que sentía por ella iba creciendo y se iba extendiendo por todo el cuerpo, que iba desde el pecho e iba avanzando por sus extremidades, pelvis, cabeza... Finalmente pronunció esas palabras que tanto se había guardado y comenzaban a quedarse estancadas en su garganta:

—Te quiero.

Sonó como un susurro del viento, como un aullido a la luna, como un secreto y como un gran error.

Dominique lo escuchó, pero no le respondió. Solo lo besó.



La voz de Jim Morrison había callado, las luces se habían apagado y las risas y gritos de los cinco adolescentes habían cesado. Estaban agotados, el día se iba acercando y la borrachera se les iba yendo. El resto de la manada se acercó a los dos lobos solitarios, que ahora habían cesado sus besos cuando la música se había apagado. Todos se tiraron en el pasto, formando un círculo. Algunos de ellos, poco a poco se iban durmiendo, prometiéndose a si mismos que nunca, en sus vidas, volverían a beber. Otros, entre ellos, se iban pasando un porro. Cuando llegó a las manos de Rubén, tomó una calada mientras fruncía el ceño a la Luna. Se sentía extraño por el silencio de Dominique, ¿por qué no se lo había devuelto? Aun así decidió olvidarlo por esa noche, a sabiendas que horas más tarde no lo recordaría.

Tomó otra tercera calada y lo paso al compañero. Las risas y murmureos de sus amigos sonaban cada vez más lejanos. Los ojos se le iban cerrando, no obstante, no apartaba la vista de la luna. Lentamente iba cayendo, cayendo y cayendo...

Mientras soltaba la última calada de su boca, susurró:

—El último en morir que apague la luna.

De pequeños todos matamos hormigasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora