Parte 20: Alcoholismo

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Encima del tejado de una casa blancoa andaluza, bajo la mirada estelar de un nocturno cielo y completamente solo, Verdi se anteponía a sus miedos, unos miedos tan fantasmales como reales, él lo sabía, pues tan sólo bebía de su preciada botella mientras contemplaba toda Almería. Se encontraba en un lugar más apartado y más empinado. Varios cortijos y otras casas blancas similares le hacían compañía en aquel paisaje más apartado de la playa. Verdi bebía, pensativo, pensando sobretodo, precisamente, lo que no podía hacer como muchas otras noches anteriores. Tenía que regresar lo más temprano a su hogar ya que sabía que un enemigo andaba por cada rincón de la ciudad.

Cuando, tras un rato, se disponía a dar el último de sus tragos, miró hacia el fondo, donde la luz de una taverna se hacía notar en la plaza que la rodeaba. Verdi contemplaba a la gente que caminaba tanto lejos como cerca de su ubicación, y se perdió en un detalle. En muchas ocasiones, la gente que había detenida en un banco, salía de los bares o básicamente se encontraban paseando para disfrutar de la noche de verano, muchas de esas personas eran acompañadas, y no de amigos o amigas. La mayoría eran parejas, un chico con una chica, una chica con un chico... y hasta un chico con un chico. Se fijaba concretamente en las escenas de enamorados. En la calle de abajo, por ejemplo, un príncipe levantaba a su princesa, otro le daba su abrigo a su dama, otra pareja apoyados en la farola se daban un morreo de película. Todas aquellas escenas dignas de una película de Woody Allen pasaban de casualidad, porque dos personas se amaban, o mínimamente se atraían físicamente, pero Verdi, desde las alturas más apartadas de la sociedad, veía amor, un amor... que él nunca había sentido hacia otra persona, concretamente hacia otra mujer. Y si lo había sentido, se había sentido traicionado por su parte más ilusoria. Miró al cielo. Se sentía solo. Se ralló, lo que provocó constantes tragos a su querido alcohol.

Pasadas un par de horas, Las calles ya permanecían más solitarias y los bares más vacíos. Él, por su parte, trataba de bajar del tejado y por poco se mata. Trató de ponerse en pie y se tiró el cabello hacia atrás, pero seguía viendo borroso. Normal. La botella de whisky estaba completamente vacía. Caminaba haciendo eses como un zombie tras recibir un disparo, medio encorvado y tratando de guiarse con las luces de las farolas. Sus pasos, descordinados, sonaban más intensos en medio de un silencio audaz.

—Soy imbécil —decía consigo mismo—. Armando estaba esta tarde asustado, y yo aquí, como una ovejita en terreno de los lobos. Solo ante el peligro, aunque en mi caso no maduro. Nunca lo hago y nunca lo haré. Estoy en el paro, de hecho, no recuerdo la última vez que trabajé. No sé afrontar los problemas y, sobretodo, nunca superé la muerte de Diafra. Seguramente murió por mi culpa, porque yo no estaba allí cuando le dispararon. Soy una deshonra para mi família. Ellos lo saben. Lo sabía desde que me escapé de casa. Soy una vergüenza que nunca maduraré. Soy... soy... ¿Qué soy?

Esa última pregunta la hizo mirando al cielo y, tal vez por no mirar lo que pisaba, se tropezó con la rama de un arbol que sobresalía del cielo. El piñazo que se metió con su rostro estampándose en el suelo fue digno de admirar. No obstante, al caer al suelo, cerró los ojos. Ante el sonido de su cabeza chocando contra el suelo y también por las condiciones en las que se encontraba de embriaguez, no se atrevía a abrir los ojos, pues no era oscuridad lo que veía. Veía la playa, veía a Armando sonriendo mientras bailaba con su gato entre sus brazos, a Prince tocando el acordeón.  Hasta estaba Circus con su humilde bandeja de objetos de "lujo". Todo parecía a cámara lenta, salvo el día, el cual poco a poco iba apagándose, dando a luz a un cielo más nublado, y no precisamante con unas nubes blancas, sino grises, como si tuvieran mala hostia. No obstante, ellos seguían bailando y, en vez de salir estrellas del cielo, salían dos enormes ojos rojos y unas manos, seguido de una barba alargada y blanca y un vestido azul, dando forma finalmente al malvado mago, el cual rugía, mostrando unos dientes afilados como si los colmillos de un tigre se tratara. Por último, intensificando su grito conjuntamente con el viento que removía hasta la arena en forma de tornado, el mago fijó su mirada en sus amigos y alzó su brazo. Su piel de anciano iba desprendiéndose como si fuera una serpiente con su muda. Unas enormes garras negras la remplazaron. Se preparaba para atacar a sus amigos.

—¡No! —exclamó con fúria Verdi, regresando a la normalidad.

Se encontraba en el suelo. Sentía mucho mareo, pero su preocupación instantánea le hizo levantarse de un brinco y salir pitando de allí bajo el cielo nocturno, de nuevo en la realidad almeriense.

—Puedes que siempre seamos raros, pero son mis amigos. No quiero perderles.

Y es que había visto claro cómo sus amigos peligraban. Había tenido... ¿otra visión? ¿O era todo fruto del alcohol? Quién sabe.

Ma ChérieWhere stories live. Discover now