IX

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—¡Pero como ha crecido este muchachito!

—¡El sol regresó a nuestra casa!

—¡Está precioso tu niño, Erit!

El pequeño sonrió mientras sus tías lo saludaban con besos y abrazos, y es que hacía cuatro años no lo venían. Erit luego de visitar el este, habían viajado hacia Eritma, para visitar a su familia.

—¿Y mamá Tisai? —sonrió la castaña.

—Vieja y gruñona —sonrió su hermana mayor—. Está haciendo un poco de cremas, o lociones, no sé muy bien. Verte a ti y a Zhanda, de seguro le sacará una sonrisa.

—Ven mi amor —sonrió Erit tomando la mano de su hijo, saliendo ambos de la casa.

Había una habitación especial fuera de la casa, dónde se creaban diferente tipo de artículos para vender, como lociones, cremas, brebajes naturales, y el famoso vino de Eritma, versión la casa de ellas.

Entró, y vio a su abuela mezclando un gran caldero. Sonrió suavemente, y se acercó a ella, abrazándola por detrás.

—Los años pasan, y tú aroma será algo que llevaré siempre en mi memoria.

—¡Erit! —exclamó la mujer al escuchar su voz, antes de girarse y abrazarla—. Mi niñita, estás aquí —le dijo emocionada, repartiendo besos por su rostro—. Pensé que partiría sin poder verte.

—¿Pero qué dices, mamá Tisai? Tú vivirás muchos, muchos años, hasta que Zhanda tenga sus hijos, y para eso, falta mucho tiempo —sonrió.

La mujer miró hacia atrás, y observó a ese niño rubio, con lágrimas en los ojos.

—Oma sainat, ga Zhanda ishtaneí (oh mi diosa, el sol ha regresado a casa) —pronunció emocionada, acercándose para abrazar al niño—. Has crecido tanto, solcito mío, has brillado con luz propia desde que llegaste a éste mundo, y cada día, brillas más, hijito.

—Mi mamá me contó que tú la ayudaste a traerme al mundo —sonrió.

—Sí, eras un pequeño rayito de luz —sonrió acariciándole el rostro—. El primer macho en nuestra casa en años. ¿Qué bendición puede ser mayor a esa?

—Mamá Tisai ¿Hablaste en Malapeptita?

—Sí, una lengua que nuestras tierras ya no conocen. Pero tú llevas en tu nombre el recuerdo efímero de un gran reino.

—¿Me enseñarías? —sonrió Zhanda.

***

Le había costado mucho que su mujer saliera de su enojo, por sentirse ofendida, luego de que Jeak insinuara que la niña no era su hija, y que ella lo había engañado.

El muchacho se encontraba acostado en la cama, haciéndole caras extrañas a la bebé para que se riera. Realmente era una bebita muy bonita, y ya había comenzado a balbucear sus primeros intentos de palabras.

Meris había comenzado a trabajar nuevamente, y es por eso que él había tenido que cambiar los horarios de su trabajo, para poder cuidar a Taeli, hasta que su mujer regresara.

Jeak llevaba cuatro años de casado con Meris, se habían conocido en club nocturno, una noche que él había regresado de servicio.

Y desde ese primer encuentro, no se habían separado jamás.

Observó a su hija reír, y luego miró sus orejitas, sintiendo un sensación extraña en el pecho. Sus orejas eran como las de un gato, de forma triangular, al igual que las de Meris. Pero la bebé, tenía las orejas redondeadas.

Cerró los ojos, respiró profundo, y negó con la cabeza. No podía seguir sospechando de Meris, no podía seguir dudando de la niña, se estaba volviendo un paranoico, que desconfiaba de cualquier cosa.

—Te amo, pequeña —le dijo abrazándola a él, dándole un beso en la frente.

Era su hija, y debía dejar de dudar de eso.

***

—¿Y el padre apareció?

La castaña negó con la cabeza, antes de beber un poco más de su copa con vino.

—No, nunca lo hizo. Luego de arreglar las cuestiones legales, desapareció por completo. Si sigue pagando la manutención de Zhanda, es sólo porque el descuento de la misma se efectúa de forma automática.

—¿Y qué haces con ese dinero?

—Está en el banco, en una cuenta a nombre de Zhanda. Cuando él cumpla los dieciséis, estará a su disposición.

—¿O seas que llevas ahorrando esa suma por seis años?

—Sí, sólo utilice un porcentaje pequeño los primeros dos años, porque él usaba pañales y yo aún no conseguía un empleo. Después comencé a ahorrarlo por completo. De todos modos, los intereses generados en estos años, lo saldaron ya.

—¿Y el niño sabe que su padre le da dinero todos los meses?

—Sí, pero no le interesa, él no es materialista. Cuando le pregunté que haría con el dinero a los dieciséis, me dijo que lo buscaría y se lo devolvería. El niño es terco —sonrió sirviéndose más vino—. Tal vez lo hace por orgullo, no lo sé. Jamás lo crié de modo que pudiera sentir resentimiento hacia a él. Le expliqué el modo en que fue concebido, y que cada uno de nosotros, dio lo que tenía en ese momento.

—Es un niño después de todo, Erit —le dijo su hermana mayor—. Por más maduro que sea, de cierto modo le debe doler la ausencia de su padre.

—Tal vez sea eso, o la necesidad de sentir que no le debe nada, no lo sé.

...

EritmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora