PREFACIO

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Mi vida nunca ha sido perfecta pero de hecho, ¿cuántas vidas perfectas existen? Ninguna, ¿cierto?

Para empezar, en mi colegio no era ni la guapa ni la popular; no tenía un grupo numeroso de amigas. Tan solo estaba Jules quién era mi mejor amiga desde la infancia. Sin embargo ella... sí, era popular y también era guapa por lo que apenas pasábamos tiempo juntas. Que fuese guapa y popular no significaba que hubiese un código social en el colegio, pero sí que definía, más o menos, quién eras. Básicamente, tu posición en clase te limitaba y te clasificaba. Aun así, esas etiquetas no impedían la relación entre los demás grupos. Simplemente era una manera de agrupar a los estudiantes.

Volviendo a lo de Jules... No es que me molestase, ella tenía su vida y era libre... Pero había veces en las que me sentía un poco apartada, sola. Luego estaba Caleb, mi mejor amigo desde que llevábamos pañales. Siempre ha estado conmigo, quizá cuando se metían conmigo en el recreo no, porque estaba con sus amigos jugando a la pelota o castigado por la profesora por haber golpeado a un niño. Sin embargo, era el primero en preguntarme como estaba. Yo le explicaba lo sucedido, me abrazaba muy fuerte e iba a pegarles a los niños y de vuelta castigado. La violencia no es la solución pero digamos que de esa manera la gente empezó a dejarme tranquila. Más de una vez le había comentado que no tenía por qué hacerlo y él respondía que por mi lo que fuera. Para mí el verdadero amigo es aquel que quizá no está cuando cierras los ojos pero luego los abres y está ahí; a tu lado.

En cuanto a mí... Poco hay que decir. Mi pelo no era nada del otro mundo, negro azabache y brillante. Media melena pero cuando era pequeña lo tenía largo y lacio hasta la mitad de la espalda. A decir verdad, resultaba un poco molesto y me daba muchísima calor. Tenía el color de los ojos café oscuro, rasgados y muy exóticos. Piel cobriza y pestañas grandes como plumeros de color negro. Era de esas personas inquietas a las que les gustaba morderse las uñas y hasta incluso llegar a morderse la piel de los dedos, aunque suene bastante raro. Cuando estaba nerviosa acostumbraba a tirarme del lóbulo de la oreja izquierda.

Había vivido toda mi vida en una pequeña casa a la orilla del bosque con mi abuelo Tahaku, un hombre humilde, divertido a la vez que muy sabio. Él creía firmemente en las leyendas de nuestro pueblo, nuestra tribu. Mi abuelo tenía una barba blanca bastante larga y eso a mi abuela Anha le gustaba.

La abuela era una anciana mujer un tanto reservada. No era para nada cariñosa y no acostumbraba a realizar muestras de afecto pero en el fondo sabíamos que ella nos quería, solo había que ver la manera en la que nos cuidaba a todos. Le gustaba muy poco salir y prefería quedarse en casa tejiendo o haciendo cualquier otra cosa que salir al exterior. Ella tenía el cabello largo recogido siempre en un moño y las arrugas cuando sonreía la hacían ver muy tierna además de tener unos marcados hoyuelos.

Luego estaba mi madre, Sacagawea. Era una mujer trabajadora, luchadora a la vez que muy cariñosa y afectiva. Su pelo era castaño oscuro y le llegaba hasta más de la mitad de la espalda. Solía hacer como la abuela y enrollárselo en un gran moño algo despeinado y con cuatro pelos sueltos. Algo así como un look desendafadado. Había ocasiones en las que tenía muchísimo trabajo pero hacía todo lo posible por hacernos un hueco a mis hermanos y a mí. Ella era la mejor, sin duda.

Y por último, pero no por ello los menos importantes, mi hermanitos Kato y Kange. Ellos eran muy pero que muy inquietos y siempre andaban haciendo de las suyas. No tenían pelos en la lengua pero eran muy humildes y caballerosos a pesar de su corta edad. Los chicos eran inteligentes, casi tanto como el abuelo y físicamente se parecían mucho a mí; eso me gustaba. Pese a que a veces me sacaban de quicio, ellos eran lo mejor de mí.

Vivía a escasos metros del bosque, apartada de la civilización. Los demás miembros de la tribu (que no es que fuesen muchos, a decir verdad) se encontraban en la otra punta, aún más lejos, perdidos entre kilómetros y kilómetros de montañas y fauna y vegetación. Mi casa, retirada de la gente, era el hogar perteneciente a los míos más cerca del mundo. Es decir, mis abuelos se mudaron allí cuando mi madre supo que me tendría. Pensaron que lo tendría mejor para el instituto y esas cosas. Aunque yo en el fondo sabía que los abuelos se morían por volver a vivir con el resto en el poblado, pese a que jamás lo quisieran reconocer en voz alta. Incluso mamá, que se crió allí desearía regresar.

Había veces en las que los días se me hacían larguísimos y las noches cortas pero siempre pasaba un nuevo día tarde o temprano, eso me consolaba en cierto modo.

Era verano, por fin, era lo que más deseaba, concretamente todo empezó en el mes de julio. Justamente una semana después de cumplir los catorce, había luna llena y esa noche se me hizo eterna, deseaba con toda mi alma morir allí, en medio del bosque sin que nadie escuchara mis gritos de dolor. Pero, para contaros mi historia tengo que empezar por el principio, ¿no?

SANGRE DE LA LUNAWo Geschichten leben. Entdecke jetzt