Capítulo XIV

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Había amanecido y, al igual que los fulgurantes rayos del sol matinal que lograban traspasar los espesos cortinados de las ojivales ventanas de la estancia, las sensaciones atravesaron a Miss Clarke con fuerza arrolladora: el fuego de unos iris az...

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Había amanecido y, al igual que los fulgurantes rayos del sol matinal que lograban traspasar los espesos cortinados de las ojivales ventanas de la estancia, las sensaciones atravesaron a Miss Clarke con fuerza arrolladora: el fuego de unos iris azules ardiendo en su propia mirada, consumiendo la razón y desnudando el deseo, el candor de unos labios tiernos recorriendo la curvatura de su cuello, el fervor de asiduas caricias trazando constelaciones en su espalda; el aroma de su esencia, el anhelado elixir de su boca derramándose en la suya como si fuera una copa vacía ansiando ser llenada.

¡Ah! Si el cielo no era eso lo igualaba.

El placer le llegaba en forma de vehementes oleadas que sacudían su cuerpo y estremecían su alma y tenía su sello: Mr. Dominick.

¿En qué momento había dejado que aquel hombre, bipolar y exasperante, traspasara el límite de su moralidad? No lo sabía con exactitud. Existía todo un valle entre las palabras y los hechos. Pero, cada vez que cerraba los ojos, los recuerdos la abrumaban.

¿Acaso la fiebre había sido la responsable de su inusual comportamiento? ¿Hasta dónde le había permitido llegar? La mancha escarlata en sus inmaculadas sábanas le indicaba que muy lejos.

"En el fondo no soy tan fuerte como pensaba", meditó con aflicción y se convenció de que formaba parte del común colectivo de mujeres ingenuas, de jóvenes ilusas que entregaban su preciada pureza al primer hombre que le susurraba al oído palabras afectuosas, fascinantes promesas...

Una semilla prístina, inoculada en ella desde una edad temprana, comenzó a echar raíces y la culpa adoleció en su pecho.

¿Qué pensaría su madre si supiera lo que había hecho? La repudiaría sin duda, la exiliaría para siempre de su casa natal por haberla deshonrado, pues ella, en su sabiduría, le había advertido innumerables veces a cerca de los peligros que implicaba que una joven soltera y sin fortuna se marchara a vivir en compañía de dos hombres poderosos en el medio de la nada.

Tenía razón.

¿Dónde quedaban ahora sus "renovadores argumentos"? La declaración de que iría a trabajar pues necesitaban el dinero y ella no estaba dispuesta a contraer matrimonio para salir de su infortunio, la promesa de que no estaría sola con sus amos porque había otras personas viviendo en la propiedad, la afirmación de que era una mujer estudiada que no se dejaría manipular y se haría respetar por sobre todo.

¡Con que facilidad se había derrumbado su propio manifiesto! ¡Con cuanta simpleza había sido revocado su juicio y se habían roto sus promesas!

¿Qué haría? Volver a rezar posiblemente, para que el amor de Mr. Dominick fuera real y no un reflejo de lo que sentía por su cuñada, Ms Elizabeth (pues en el fondo de su corazón era consciente de que su admiración casi devocional por la difunta era más que una simple querencia) y decidiera salvar lo poco que le quedaba de dignidad.

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