Capítulo XXVI

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Miss Clarke inspiró hondo armándose de valor, mientras admiraba el mundo que resplandecía a sus pies: un "Whispers House" desconocido, de colores vivos y aromas fragantes, poblado de voces ajenas que susurraban secretos distintos y murmuraban prom...

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Miss Clarke inspiró hondo armándose de valor, mientras admiraba el mundo que resplandecía a sus pies: un "Whispers House" desconocido, de colores vivos y aromas fragantes, poblado de voces ajenas que susurraban secretos distintos y murmuraban promesas nuevas. Y allí, en medio del transformado recinto, lo único que permanecía inmutable: su destino, que adoptaba la forma de un distinguido caballero con los orbes más bellos que había visto, tintados del matiz del cielo ensombrecido.

Tantas veces se había imaginado esa situación: ella vestida de blanco, bajando por la amplia escalera de mármol donde aguardaba su verdadero amor para caminar juntos al altar, una evocación ideal surgida de aquellas historias de amor que, en sus tiempos de ocio, leía con gran ansiedad. Mas, solo probable en las páginas de sus atesorados libros, lejana a su realidad.

Algunas cosas, sin embargo, estaban transcurriendo como en sus pensamientos: el descenso por la engalanada escalinata, ella luciendo un hermoso vestido de seda y encajes (no blanco, sino azul rey), un presente que Mr. Andrew, el caballero que la esperaba al pie del último escalón, le había entregado con motivo de la celebración.

"Para que lo use esta noche, no como la governess de mis hijos, sino como mi invitada. Con todo mi afecto, Andrew Bradley". Decía la nota que acompañaba el obsequio.

"Su invitada." "Suya."

Al menos uno de los hermanos todavía la quería en su vida. En cambio el otro...

Mr. Dominick no había vuelto a dirigirle la palabra desde su última plática.

Al principio, creyó que él se marcharía en la mañana para huir de aquel indeseado compromiso cuanto antes, pero había hecho algo peor: se había quedado, obligándola a verlo cada día, recorriendo los jardines, transitando los pasillos y espacios comunes junto a su prometida, mostrándose indiferente y apático a su presencia.

Poco tiempo demoró en comprender que, frente a su negativa de escapar juntos, él se había rendido ante la idea del matrimonio, no porque lo deseara o porque su amor por Miss Keira hubiera florecido de la noche a la mañana (pues ella había aprendido a observar su alma a través de sus ojos y sabía que si pasaba tiempo en compañía de la Señorita lo hacía con gran esfuerzo y pesar), sino porque su decisión estuvo condicionada por un nuevo sentimiento capaz de sacudir a un hombre hasta los cimientos, tan poderoso como el amor, pero mucho más torcido y avieso: venganza, surgida del despecho.

Miss Clarke aceptaba aquel desprecio como parte del precio a pagar por su rechazo, pero por dentro estaba destrozada. Sin embargo, cuando sus fuerzas amenazaban con abandonarla en la penumbra que la rodeaba, siempre había una luz de esperanza que la rescataba y le daba dirección, una voz interior que le recordaba que aún tenía un propósito por el que luchar.

—Se ve usted absolutamente encantadora, Miss. El azul le sienta a la perfección —halagó Mr. Andrew, besando el dorso de su mano enguantada.

La joven institutriz expresó una leve sonrisa, acompañada de un ligero rubor en sus mejillas.

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