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Mi teléfono vibró alertando sobre un nuevo mensaje, así que con pereza asomé la cabeza para ver quién me lo había enviado. Tomé el celular con emoción al ver que se trataba del rubio de enfrente.

Tú, yo, cena familiar el sábado por la noche. No me dejes solo entre esos salvajes, por favor...

Reí y negué con la cabeza. Claramente le respondí que estaría allí, en la cena familiar de Jeb, junto a sus cientos de primos, tíos, abuelos... Era agotador de tan solo pensarlo.

Gracias, te amo.

Me sonrojé.

Es solo un te amo, Agnes. Calma a tus hormonas, no lo dice en serio.

Si Jeb me llegara a decir eso cara a cara, probablemente ya estaría en el suelo... Pero, ¿por qué? Antes no me sentía así, o al menos no que yo recuerde.

Seguí tecleando en mi computadora sobre la segunda guerra mundial, ya que la odiosa profesora había elegido como último tema del trimestre la primera y segunda guerra mundial.

Suspiré.

Volví a mirar la pantalla de mi celular, aún con el nombre de mi mejor amigo en ella y decidí enviarle un mensaje pidiendo ayuda.

SOS, necesito tu ayuda para el trabajo de historia. Me debes una.

Agregué una carita de guiño y lo envié. Él no tardó en responder.

Envíame el archivo, pero será solo por esta vez, pequeña floja.

Chillé de emoción y le envié el archivo medio completo. Podría relajarme luego de horas con el trasero pegado a la silla y la vista fija en la pantalla, que comenzaba a darme dolor de cabeza.

Gracias a Dios tenía un Jeb en mi vida. Una lástima que ustedes no.

Unas horas después me encontraba plantada en la acera, con el viento golpeándome el rostro y el trabajo de historia enviado con excelencia al correo de mi profesora. Jeb se había esmerado y el trabajo había quedado increíble. Bah, ¿qué cosa que Jeb hacía no quedaba increíble? Exacto, nada.

Vestía unos shorts de jean finos, bastante anchos y holgados con unas medias largas del color de mi piel para no pasar frío. Un jersey color bordó, unos tonos más oscuros que mi cabello fogoso y llamativo —que ese día había decidido dejar suelto— adornaba mi cuerpo pequeño.

El día era una mierda, estaba todo el cielo nublado como si se estuviera por desatar la tormenta del siglo, sin hablar del frío crudo y pesado que se te colaba por los huesos, impasible.

Caminé por las calles desoladas de mi pueblo, siendo consciente de que la mayoría de la gente debía estar calentita en su casa, tomando chocolate caliente frente a la chimenea. Y yo estaba allí, congelándome como idiota solo para verlo a él.

La cafetería donde habíamos acordado vernos era cerca de mi hogar, por lo que no me demoré demasiado en llegar, incluso me tomé el poco tiempo que me llevó el viaje para acomodar mis ideas. Lo que estaba a punto de hacer no era una jugada cualquiera y podía salir muy mal, lo tenía bien claro. Sin embargo, aun sabiendo la incontable cantidad de riesgos que hacer esa estupidez tenía, estaba decidida a sacarme las dudas de una vez. Quería hacerlo, necesitaba hacerlo, o de lo contrario volvería a sumergirme en el denso y oscuro mar de preguntas sin respuesta que me torturaban día y noche.

Vamos Agnes, tú puedes, eres una chica sin filtros. Usa tu defecto a tu favor.

Me temblaba la mano y sentía que me orinaba encima, los nervios me tenían como loca, jugando con la única pulsera que me quedaba en la muñeca. Las últimas dos murieron en el intento de apaciguar mis ataques de nervios.

La Flor De LirioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora