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Tomé mi teléfono y apreté el agarre de mis manos contra mi abrigo. Tenía frío. La temperatura había bajado considerablemente y yo solo llevaba un fino jersey de lana y un saco fino.

Abrí la aplicación de mensajería y deslicé la pantalla buscando entre mis pocos contactos una posible ayuda. Me mordí el labio al reparar en su nombre, y aunque no era mi mejor opción, era la única que me garantizaba el consuelo que necesitaba. Así que, con los dedos temblorosos, apreté el botón de llamada y llevé el teléfono a mi oreja.

Tres tonos después, él atendió.

—¿Hola? —Tirité y miré a ambos lados antes de cruzar la carretera, dirigiéndome a la acera de enfrente, que estaba más iluminada. La cuadra estaba vacía y, para colmo, casi oscura.

—James.

—¿Agnes? ¿Estás bien? ¿Qué sucede? —preguntó.

—Siento molestarte, pero... ¿podrías venir por mí? Está oscuro y estoy sola —Temblé cuando una ráfaga de viento chocó contra mi cuerpo, volando algunas hojas secas que yacían el suelo.

—Sí, por supuesto, dime dónde estás. Estaré allí enseguida —Le pasé la dirección y corté la llamada luego de activar mi ubicación en tiempo real y mandársela por mensaje. Él insistió en que no deje de compartirla hasta que llegara.

Me abracé a mí misma y observé a mi alrededor ignorando el constante tintineo de mi celular. Sabía que era él, pues el aparato no había dejado de sonar desde que me fui, pero no me apetecía ni un poco contestarle.

Pocos minutos después, una camioneta bastante familiar aparcó frente a mí, y en unos segundos lo tenía enfrente revisando mi rostro para cerciorarse de que me encuentre completa.

—Tranquilo, chico. Te dije que estoy bien —James suspiró y me apretó entre sus brazos.

—Carajo, pelirroja. Me diste un susto tan grande que casi me meo encima —Reí y lo empujé para que me soltara—. ¿Qué sucedió? —preguntó, ahora más serio. Yo tragué saliva y señalé el auto para que nos montemos en él, pues me estaba congelando. James se quitó la sudadera y la tendió para que me la ponga mientras me arrastraba hasta el vehículo.

Una vez que ambos estuvimos dentro, encendió la calefacción y arrancó el coche.

—¿Quieres ir a mi casa? —preguntó. Una canción vieja y lenta comenzó a sonar por la radio. Yo asentí y reposé la cabeza sobre la ventana, entretenida con la vista de las casas y sus porches apenas iluminados con la tenue luz de los faroles.

Cuatro canciones y media después, nos encontrábamos bajando de la camioneta. James abrió la puerta con su juego de llaves, que pude notar llevaba colgado un llavero hecho de cartón. Tenía un corazón rojo pintado con marcador y el nombre Amelia escrito con una caligrafía descuidada y aniñada en él. No pude evitar sonreír cuando crucé el umbral.

La casa estaba sumida en un silencio denso y las luces se encontraban prendidas, como si ni siquiera hubiera reparado en apagarlas antes de salir a por mí. No había rastros de Amelia más que sus juguetes desparramados por el suelo.

La casa se veía más bonita con los muebles nuevos. James me había contado hace un tiempo que él poseía la herencia de sus abuelos paternos, pues cuando ellos fallecieron se negaron a entregarle el dinero y la casa a su hijo, porque era un irresponsable. Así que, pusieron todo a nombre de su único nieto —del cual tenían conocimiento— y tramitaron todo para que nadie pueda tocarlo hasta que James cumpliera la mayoría de edad. Y, cuando el pelinegro cumplió dieciocho años, dejó los trabajos a medio tiempo para hacerse cargo de la cantidad enorme de billetes que ahora poseía. Por eso podía vivir con tranquilidad por unos cuantos años más en la casa de sus abuelos, con la herencia a su disposición.

La Flor De LirioWhere stories live. Discover now