Cuatro horas

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░░░

    He soñado contigo esta noche.

Aunque esto empiece con algo que probablemente estés imaginando, la verdad es que el final es ¿completamente? diferente.

Sin saber cómo, habíamos llegado hasta ese punto en el que tú estabas a punto de quitarte la camiseta. Eso después de haberme empujado suavemente hasta que hube caído en tu cama. Y fue en ese momento, en el que tuve la lucidez que me arrebataban tus besos —si es que los hubo—, en el que me di cuenta de que no. Que esto que estábamos haciendo no estaba bien. Que no era correcto. Que no estaba lista para ello o que no iba a funcionar lo que sea que fuera aquello. Así que te pedí que te detuvieras porque no estaba lista para dar un paso más. Y me miraste como culpándome de tu erección. O tal vez lamentándote porque no íbamos a aprovechar aquella oportunidad de la ausencia de tus padres.

Después de que volvieras del baño me encontraste igual que me dejaste. Por alguna extraña razón mi mente se había quedado en blanco. O quizá era que pasaban por ella tantas cosas que me sentía abrumada. Sea como fuere, activaste el interruptor que me había dejado paralizada y nos metimos en tu cama, debajo de las sábanas.

Me pediste que durmiéramos haciendo la cucharita, como tantas veces he visto en las escenas románticas. Pero en esas escenas la chica siempre se duerme y despierta maquillada y peinada y con un humor angelical, así que realmente no deberíamos tomárnoslas muy en serio. El caso es que accedí a pesar de que te advertí que yo me movía mucho. Qué más da, dijiste, si tengo el sueño profundo; puedes dormir como quieras. No me importa(s).

Al cabo de unos minutos que se me hicieron eternos noté que me ahogaba. Noté esa tan familiar presión en el pecho y en la garganta. Y ahí supe que no, que la cucharita tampoco era lo mío. Me tenías abrazada por la espalda, con la mano que no tenías bajo la almohada agarrando mi mano. Con los dedos entrelazados. Una pierna tuya había conseguido en poco tiempo colocarse por encima de mi muslo. Y, aunque no me sentía incómoda, aquello me incomodaba. Porque no estaba bien. No estaba bien dentro de mí.

Comencé a agobiarme en cuanto me di cuenta de que no iba a poder dormir aquella noche. No podía moverme sin despertarte. No podía dejar que mis pies hicieran ese repetitivo movimiento que hacen cuando estoy nerviosa. No podía cambiar de postura y tampoco podía deshacerme de ti. Y mucho menos ver la hora o alcanzar absolutamente nada.

Así que cogí aire y me sacudí lo más suave que pude para que me dejaras mi espacio. Entre tus brazos me estaba muriendo. Murmuraste algo en sueños antes de hacer berrinche y agarrar con fuerza mi mano. Mi corazón comenzó a latir a mil y no era precisamente por aquel gesto que no sé bien cómo definir.

Acabé por moverme con más brusquedad. Y a pedirte que te despertaras o que cambiaras de postura. Por fin aflojaste la prisión y no dudé en salir de aquella cama individual. Debido a la luz nocturna que entraba por la ventana, vi que habías abierto los ojos, un poco, y que te los frotabas confundido. No me preguntaste qué me pasaba.

—No me encuentro bien. Voy al baño.

Te diste media vuelta, mirando hacia la pared, te echaste la sábana por encima y seguiste roncando.

Me dije que no pasaba nada. Que era muy tarde y que no debía molestarle con mis problemas tontos. Cuando es ahí, en los problemas tontos, donde sale a relucir tu pareja, sea quien sea. Como si es una misma. De hecho, ningún problema debería ser considerado tonto y quien los considerara de ese modo era definitivamente tonto. Pero en aquel momento pensé que lo era, aunque no estaba en lo cierto.

Fui al baño. Expulsé lo que tenía que expulsar, me lavé la cara y las manos y me miré en el espejo. Vi a una yo diferente a la de esta mañana: menos risueña, menos fantasiosa, menos ojerosa y sin una sonrisa sincera en sus preciosos labios. Parecía más real y triste, como si hubiera corrido las cortinas después de descubrir la fealdad del exterior. Intenté sonreírme sin saber por qué y me sentí peor de lo que me esperaba.

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