Señero

34 6 41
                                    

—Tenemos que hablar.

Sus labios me hipnotizaban. La forma de curvarse, seria, como si quisiera aportar más dramatismo al asunto. Los había besado tantas veces. Los había dejado gimiendo mi nombre en tantas ocasiones. Me habían rogado por más durante tantos momentos.

—No podemos seguir así, ¿me escuchas?

Sus dientes blancos, limpios e irregulares asomaban cuando abría la boca. No le gustaba el aparato, pero por mí no lo necesitaba, estaba hermosa tal cual era, con esa sonrisa que me enamoró aquella noche, cuando sentí sus pechos en mis manos por primera vez.

—No puedes seguir tratándome así. Estoy cansada de ello.

Fruncía la nariz, como cada vez que se pone nerviosa. Yo siempre la intentaba hacer reír diciendo que parecía un conejito. Mi conejito. A causa del enfado se le coloreaban las mejillas de rojo, y se cruzaba de brazos. Era adorable.

—Creo que tenemos que dejar que corra un tiempo entre nosotros.

Su voz me hacía cosquillas el corazón. Era dulce, aguda, pero... si tuviera que ponerle un color sería pastel. Color melocotón. Le gustaba cantar en la ducha. Le gustaba tararear mientras hacía las tareas domésticas. Le gustaba gritarme cuando se enfadaba.

—Tiempo y espacio, sobre todo. Necesito alejarme de ti por unos días.

Sus ojos eran de un color oscuro. Decían que los ojos eran la entrada al alma, pero su alma no podía ser tan oscura. Ella era luz propia. Ella era perfecta tal cual era. Me trataba con cariño. Me hacía caricias cuando quería y cuando las necesitaba.

—Me estás asfixiando y no creo que pueda soportarlo por más tiempo.

Tenía el pelo largo. Tan largo que se lo amarraba en una coleta cuando quería hacerme el amor. El café no podía compararse con su color. Ni los rayos del sol ni el trigo. Tampoco el fuego, el arcoíris o la noche. Brillaba y bailaba con sus movimientos como si fuera la bandera de mi corazón.

—Estoy cansada de que vayas presumiéndome como si fuera... como si fuera una cosa y de que me uses cuando se te antoja.

Tenía un cuerpo de muerte. Cada vez que lo tenía a mi alcance, me sentía morir. No la merecía, pero era mía. Solo mía. Sabía dónde tocarme. Conocía mis puntos débiles. Era consciente de mis gustos. Sabía controlarme.

—Puede que me conozcas mejor que la mayoría de las personas, pero ¿qué te voy a decir? Apenas conozco a alguien. No sé ni quiénes son los vecinos.

El resto de chicos me envidiaban. Tenía aquello que anhelaban. Tenía el cuerpo que encajaba a la perfección con el mío. Tenía a la chica de mis sueños. La tenía a ella. La hermosura personificada.

—Necesito salir de fiesta. Necesito quedar con mis amigas y amigos.

Sus manos hacían magia. Cuando caminábamos cogidos, un paso tras otro, acompasados, las suyas estaban calientes. Al principio, cuando hacía frío, las usaba para calentarme las mejillas y luego me daba un beso. Luego hacía otra clase de frío, pero ya no las usaba como antes... a menos que yo se lo pidiera.

—¿Me estás escuchando? Necesito un respiro de ti.

Me cuidaba. Me ayudaba con mis sentimientos. Era mi vigilante a tiempo completo. Si necesitaba algo, me o traía. Si la necesitaba a ella, ahí estaba para mí. Me escuchaba. Me tocaba. Cualquiera de las dos me aliviaba las penas.

—Te he concertado una cita con el psicólogo que me ayudó una vez. Es de fiar, muy bueno en su campo. Te vendrá bien.

Buscaba mis brazos con tanta ansia como yo los suyos. Tenía la fuerza de un osito de peluche y era tan esponjosa como uno. Tenía la voluntad de uno de verdad y su rabia me hacía retroceder cuando la inundaba la ira. Siempre acordábamos un pacto.

Historias hialinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora