El anillo del viento

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Nota. Este relato pertenece a una colección de historias cortas que he denominado como Retazos. Amplían el mundo ficticio de La historia sin nombre que estoy creando. Son una especie de extras.

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Disfrutad de la lectura.

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Un mes, pensaba. Y con cada palabra daba un paso y el pie se hundía en la fina arena.

En un mes es mi cumpleaños. La muerte de las olas pasando como una caricia por el empeine de mis pies, para luego retirarse y repetir el proceso cual criado en palacio. Veintisiete días para volver al infierno. Me quedaba una noche allí, en Tríada. Y en un mes... en un mes quedaría formalmente prometida a alguien. Al fin y al cabo cumplía dieciséis años de vida. Una gloriosa, feliz y brillante vida.

Las huellas desaparecían tras de mí. La arena se hundía y me abrazaba los pies con cariño. Un cariño que me hacía falta. Avanzaba lentamente, en realidad sin rumbo. Solo con la finalidad de despejar la mente y acumular algo de sueño. Con aquel clima tan húmedo era imposible. El calor se me pegaba por todo el cuerpo, incluso por debajo del ligero vestido. El pelo lo notaba asqueroso, salino e intocable, desagradable y enmarañado por el viento. Aunque este último no era más que un alivio contra el bochorno.

La luna se reflejaba en el agua del mar. El sonido de las olas rompiendo era entre ensordecedor y hogareño. Tríada ofrecía una paz que me gustaba, pero estaba demasiado lejos de casa, de Castillo, y era demasiado húmedo y caluroso en verano. No me quería imaginar qué se sentiría vivir más al norte. Un maldito infierno.

Tríada me recordaba a los cortos periodos de tiempo en los que me alojaba en Noser Urbo y visitaba el gigantesco Lago del Todo, en un intento de alejarme de la corte y sus infinitos problemas, cotilleos y constante vigilancia.

Posé una mirada en el horizonte. Tampoco desde el lago se podía ver la otra orilla. En el lado opuesto a Noser Urbo se encontraban pueblos y ciudades irrelevantes cuyos nombres no intenté aprenderme en las lecciones, y también el nacimiento del río Negra, que discurría entre los montes Llanos y los Umikae, paralelo al río Blanco, hasta desembocar en el mar. El mismo mar que me acariciaba los tobillos. Más allá del mar, hacia el oeste, estaba Rubhiah. O eso decían. Llegaban barcos a Punta Negra y a Tríada de aquellas lejanas tierras, pero, al no haberme cruzado nunca con algún nativo, Rubhiah era para mí un mito. Hasta que se demostrara lo contrario. Pocos eran los que se atrevían hacia el oeste. Y por eso las mercancías eran tan valiosas.

Una ola más grande que las demás rompió cerca de mí y me empapó los bajos del vestido que sin éxito sujetaba para evitar precisamente esa situación.

No me importó demasiado. No como le importaría al resto de mi realísima familia. En especial a mi queridísima hermana mayor, Cerys. Ella siempre tan perfecta, tan correcta. Ella era la culpable de mi actual soledad. Hace años se chivó a mis padres y desde entonces la playa estaba vacía siempre que yo me encontraba en ella. Ignorando por supuesto a la media docena de guardias que sudaban bajo sus armaduras. Entre ellos el juguete de Cerys. Haneul, se llamaba. No iba a olvidarme jamás de su nombre. Me sería útil, lo presentía.

Me gustaba más antes. La playa. Por las noches, recordé, el lugar estaba plagado de luces y personas riendo, jugando, bebiendo y descansando bajo las brillantes estrellas del cielo nocturno. Nada más me vio mi hermana salir por una puerta para el servicio, fue toda digna y regia como era a sus trece años de edad a advertir a madre de mis planes. Me arrastró por el brazo hasta la sala principal de la fortaleza que se erguía sobre el acantilado, enorme, imponente, por encima de mi cabeza. Prohibieron la presencia de plebeyos si yo me encontraba allí y no pude volver a sentirme normal. Privilegiada, me insultaban los ojos de la gente que una vez me había ofrecido zumo y una manta para sentarme, siempre arrebatándonos trozitos de felicidad.

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