Una historia más

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Nota: esta historia pertenece a Retazos, de La historia sin nombre. Más información sobre los retazos en un anuncio de mi perfil.

Sí, lo sé, debería parar de escribir retazos y ponerme con la historia principal.


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El niño venía del este, de más allá incluso que de Ocaso. Había sido vendido como esclavo para algún erudito de Filoksenia, pero dicho erudito tan inteligente no fue si el crío se le escapó ante sus propias narices. No había dado detalles y, realmente, tampoco sabía el hombretón cómo había acabado ahí, en el faro al otro lado de Rokko, haciéndole compañía. Ya llegará el momento de contar esa historia. El niño, a decir verdad, no solía articular palabra más que para lo estrictamente necesario. A veces ni para eso; pero siempre cuando iba a ocurrir algo. Por ejemplo, esa mañana, nada más despertarse, le comunicó que se venía una tormenta. Una como esas de antaño, de esas que daban fe de la fuerza de los dioses. Al principio se lo creyó, porque el chico había vaticinado alguna que otra en meses anteriores, sin fallo. Además, él mismo podía comprobarlo por las nubes, el oleaje y las aves. Sin embargo, el día pasó con calma. No había una sola nube enturbiando el impoluto cielo celeste. Algo estaba mal.

Y así era, aunque ninguno de los dos tenía manera de saberlo. En la lejana isla de Rodar, al noroeste de los Seis Desiertos, iba a nacer una niña. Y con sus lloros traería lluvias a toda la costa del mundo conocido y por conocer. Pero, como he dicho antes, eso los fareros no lo sabían.

Todavía.

Las predicciones del niño se cumplieron en cuanto cayó el Sol por el horizonte. El farero, a quien el pueblo conocía como el Tipo, había apartado sus ojos verdes del cielo un segundo y, al siguiente, no veía más que nubarrones negros y grises cargados de agua, rayos y truenos.

Salió a toda prisa de la casa y corrió la poca distancia hasta el faro. Subió de dos en dos las escaleras hasta lo alto, cerrando a su paso los ventanucos que mantenía abiertos por el calor y la humedad. Había dejado al crío en la casa, puesto que no le era de utilidad a sus cinco o seis veranos de edad. Aunque ya se manejaba bastante bien con los nudos y rechazaba cualquier juguete que el Tipo tallaba en madera para él a excepción de las cajas y rompecabezas que al adulto también le chiflaban.

El viento enfurecido de la Negra no tardó en hacerse oír, seguido de la —en aquel preciso momento no— bendita lluvia de Blanco. El fuego que había encendido una hora atrás ardía con intensidad en su enorme recipiente de aceite y otras sustancias de siempre. El ladrillo era ignífugo y no había nada de madera u orgánico que prendiera cerca, por lo que nada ardería esa noche. Incluso la trampilla estaba tallada en piedra.

Agarrado a una cuerda de seguridad, se asomó por lo alto. Apenas distinguía el cielo del mar y, si miraba hacia el interior del continente, hacia el este, la lluvia y la creciente oscuridad ejercían de cortina contra los farolillos del pueblo más cercano. Solo veía dos luces: la que tenía a sus espaldas, del faro; y la de su pequeña cabaña, con el niño al que había dejado durmiendo. Pero luego, justo cuando iba a internarse de nuevo en el edificio, apareció otra. Primero azul, pequeña y tímida, que se balanceaba de lado a lado suavemente para acabar deteniéndose ante la puerta de la cabaña con un azul marino intenso.

Los vientos de la Negra se agarraban a la capa del Tipo y tiraban de él hacia la cornisa, invitándole a volar. No perdió más tiempo: entró al resguardo de las inclemencias meteorológicas y cerró la trampilla sobre su cabeza. Comprobó que todo estaba cerrado y que las posibles goteras que hubiera no estropearan los materiales ahí almacenados, y volvió a descender para acudir al encuentro del extraño.

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