Drei Zeichen

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    A las tres menos tres minutos de la noche, la reina por fin dio a luz. No era una noche tormentosa, no llovía ni estaba nublado. Dominaba una plácida oscuridad que albergaba los cantos de los animales nocturnos, los lamentos de algunos borrachos y una bonita luz lunar que iluminaba todo aquello que veía, pues estaba casi llena.

No se había despertado a su Majestad el rey, como él había ordenado antes de irse a dormir. Se le informaría en la mañana. Y solo si la criatura había sobrevivido. Así que la reina se encontraba sola entre tanto dolor.

La parienta sacó con ayuda de una joven al bebé, bañado en sangre y placenta. Se lo puso envuelto en mantas entre los brazos de la madre cuando pudo comprobar que la criatura respiraba y que su corazón latía.

—Es una niña, alteza.

Las tres mujeres esbozaron una sonrisa tierna. La niña en cuestión lloraba, pero en aquel momento era el sonido más hermoso que la reina había escuchado en mucho tiempo.

Sin embargo, se produjo un dolor tan intenso como el anterior en el útero. Las dos sanitarias se miraron sorprendidas y volvieron a la labor.

Mellizos.

Aquello era una mala señal.

Una nueva retahíla de gemidos y gritos de dolor salieron por la boca de la recién madre. La niña lloraba sin descanso. Las otras dos mujeres instaban a su reina a que empujara con todas sus fuerzas y voluntades.

Asomó una cabeza. Luego el torso, los brazos y las piernas. Cuando lo limpiaron y comprobaron su sexo y salud, se lo entregaron a su progenitora, con una evidente muestra de preocupación.

—Majestad, ¿sabíais esto, que...?

Pero la mujer no podía contestar. Agotada como se encontraba, solo tenía fuerzas para sus dos hijas, mellizas, que ya no lloraban. Tenían los ojos claritos como el oro y el poco vello corporal de un castaño claro como el trigo en verano.

—Alteza... —al ver que no respondía, se aproximaron con cautela y trataron de sujetar a las niñas en brazos—. Alteza, debéis descansar. Las cuidaremos bien, esté segura de ello.

—No. No os las llevéis —logró decir. Le asomaban lágrimas de los ojos—. Las matarán. —Observó a sus niñas con detenimiento—. Escuchadme bien las dos. Bama, llévate a una de ellas. Tú, Zama, llevarás a la otra. Saldréis de palacio sin responder a nadie y las llevaréis al hospicio a las afueras de la capital. —Había aparecido un brillo de determinación en sus ojos. La mirada de una madre que iba a proteger a toda costa a sus hijas—. Diréis que son de una mujer anónima. Pero las llevaréis mañana por la tarde. Si se difunde la noticia de que... de que he abortado y aparecéis allí la misma noche, sospecharán.

—Mi señora, os lo ruego, descansad. Hablaremos mañ-

—¡No! —La angustia vestía sus facciones—. Son mellizas, Bama. Las matarán a ambas si se enteran.

—Pero al menos una debe heredar el reino. Si su Majestad se entera...

—Bama, estamos perdiendo el tiempo. No me harás elegir entre mis dos niñas. Cumplid. Zama, saldrás primero.

—Sí, alteza.

La parienta de más edad, Bama, no parecía conforme con el plan. Si las descubrían podían acabar, en el mejor de los casos, decapitadas.

—Espera. Dejadme dotarlas con un nombre.

—No creo que eso sea buena idea, mi señora.

—Necesitaré llorarlas. —Se grabó a fuego los rasgos de la primera de sus hijas. No estaba segura de cuál había nacido antes, pero eso era irrelevante—. Mi hermosa Fiona, cuídate y ámate. —Zama la recogió entre sus brazos—. Sal ya. Bama, espera unos minutos y luego ve. —Acarició la frágil y pequeña cabeza de su otra bebé. Le dejó besos en su frente y por todo el rostro. Aquello estaba matándola—. Moira. Sé tu propio destino.

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