El deseo de un pequeño fuego

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Ada miraba embelesada la danza de la llama. La cera se derramaba por los costados, formando una capa en la base de la vela. Se incorporó en la cama y, con cuidado de no agitar el aire para no importunar el hipnótico balanceo, se acercó a la mesa desde donde el pequeño fuego vigilaba que las niñas descansaran tranquilas. Nada más poner los pies descalzos en el suelo de piedra, sintió el frío que, sin embargo, no la detuvo de continuar. Unos pasos más y aproximó las palmas de sus manos, abiertas, hacia el calor de la llama. Se quedó observando con atención las figuras que el hilo de humo dibujaba en el aire. Vio tantas cosas que acabó por ver ninguna.

—Concédeme el deseo, por favor —susurró de tal manera que solo la vela la oyó.

El calor que impactaba con delicadeza en las palmas de las manos se esfumó de repente tras la última palabra. Ada siguió por unos instantes sin moverse de pie junto a la mecha consumida. No entendía por qué se había apagado, si siempre la había cuidado y tratado con la amabilidad y el respeto de los que su maday estaba tan orgullosa. Con la decepción en todo su ser, volvió a la cama lentamente, pues no quería que sus compañeras se despertaran y se chivaran cuando amaneciera.

Ya había pasado por ello en más de una ocasión: las cicatrices de sus manos lo recordaban con claridad, aunque Ada por sí misma no. Tal vez fuera esa la razón por la que sentía que debía aproximarlas a las llamas, pensando que así cicatrizarían más rápidamente.

Se arropó como cada noche. Miró el techo abovedado de roca y más allá, por las pequeñas ventanas de vidrio de colores por las que se colaba la débil luz de la luna. Aquella noche estaba menguando... lo había visto en el fuego. No podría saberlo de otra manera. El exterior les era prohibido.

Pasaron largos minutos y el sueño no acudía. Se giró de nuevo para posar sus ojos en la vela apagada. Ojalá pudiera encenderla. Como hacía su maday; con un movimiento elegante de dedos, como si estuviera acariciando el aire y susurrándole al fuego que brotara. Cada vez que la veía prender cualquier cosa, algo también se encendía dentro de Ada. Llevaba cuarenta y cuatro años adorando a su maday, pero ella parecía que no iba a permitir que Ada siguiera los pasos de las demás.

El sueño no acudió hasta que los párpados se cerraron presas del cansancio. Rememoró el Acto, que se había celebrado dos días atrás —¿o había sido hacía dos semanas? El tiempo pasaba tan lento y rápido que perdía la cuenta—. A su mente volvió la danza de su amiga Nuage, hecha de gotas de agua cristalina que refulgían con los colores del arcoíris cuando las bolitas de luz de Noor incidían en ellas. Como cada dos años, durante una noche, esa noche, eran libres. Aunque la plena libertad no llegaban a alcanzarla nunca, pues lo que todas añoraban, sin excepciones, estaba fuera de los gruesos e impenetrables muros de piedra embrujada.

Cada maday se lo repetía día tras día: "Solo podéis dejaros ser en el Acto, mis niñas." Así que solo eran durante el Acto y en ningún momento más. Si desobedecían...

Las dulces notas de tres flautas invadieron la memoria junto con las imágenes difusas de Nuage y Noor. A pesar del cansancio y de las horas que eran, sintió unas ganas tremendas de ponerse a bailar en el suelo frío y antipático de la habitación. Pero no lo hizo. Porque la vela se había apagado. Y sin el pequeño fuego, Ada no era más que una burda humana.

Había intentado ser, aquella noche. Sí, lo había intentado con todo su ser. Pero no había podido. Si durante las lecciones apenas podía evocar una pequeña llama en las yemas de sus dedos, ¿cómo iba a unirse con Noor y Nuage, las mejores chicas de su maday? Lo único que podía hacer era contemplar las llamas.

Dos pequeñas lágrimas brotaron de sus ojos y mojaron la tela de la almohada donde Ada tenía una mejilla apoyada. Con un movimiento furioso y rápido, se las secó y se arrebujó en las sábanas. No iba a llorar y tampoco a conciliar el sueño, estaba claro. Y aun sabiendo que iba a fracasar, lo intentó.

Se quedó pensando en el Acto, con toda aquella gente desconocida viendo las maravillas que eran capaces de ser. Cientos pares de ojos que, periódicamente, se reunían en torno a las extravagancias que eran. Porque ellas eran elementos y todos los territorios que sabían de su existencia tenían la urgencia de ver con sus propios ojos que no eran cuentos para asustar a los niños, ni tampoco una nimiedad de la que no tener constancia. Algunos iban a intentar negociar con las madays para comprarlas —comprar su poder y lo que eso conllevaba—, otros querían saber, otros preguntaban si sus hijas tenían esas habilidades...

Ada llevaba cuarenta y cuatro años con consciencia y nunca había visto que alguna maday permitiera que los cientos pares de ojos se internaran más allá del patio de la entrada.

Su hogar era de dimensiones colosales. Estaba segura de que aún no había descubierto todos los escondrijos y habitaciones, todos los secretos que les guardaban a ellas tres. Ada, Nuage y Noor se escabullían cuando podían de las lecciones para pasárselo mejor entre otros muros de piedra. Siempre piedra, fría, antipática y muda.

Una chica, con la que compartía Ada cuarto, de vez en cuando se unía al trío de traviesas. Siempre le pedían que preguntase a la piedra qué había más allá, qué era lo que su maday no quería que vieran. A pesar de los esfuerzos de Kamen, la piedra no les daba respuestas. Se mantenían en silencio, como si eso fuera a protegerlas.

La tarde anterior —¿o había sido hacía mucho más tiempo, tanto que lo había olvidado?—; sin embargo, Ada descubrió un medio de respuesta: en un pasillo olvidado entraba la luz natural por lo que antes habían sido unas ventanas de cristal. Solo quedaban algunos restos de este por el suelo. No se había acercado mucho, solo lo necesario para cerciorarse de que, efectivamente, comunicaba la prisión con el exterior. Había apreciado la claridad del cielo que también veían desde el patio, surcado por una bandada de aves que se dirigían a tierras más cálidas y por un montón de nubes que avecinaban la tan ansiada libertad. Cuando despertara o, mejor dicho, cuando tuviera que levantarse del catre, se lo revelaría a sus compañeras y descubrirían lo que se escondía de sus miradas.

«Por favor, concédeme mi deseo», pidió mientras se sorprendía pensando en maravillas que no conocía. En las nubes que navegaban por el cielo, sí, y también en tormentas que irrumpirían la tranquilidad; pero también en montañas verdes llenas de vida, en risas de niños jugando en los pueblos y de viejas canciones e historias sobre seres que no existían, en océanos tan azules como la tristeza de los ojos de su maday durante las lecciones, en flores adornando el pasto verde meciéndose con la brisa, en enamorados, en fuegos proporcionando una segunda oportunidad.

Cuando abrió los ojos, después de visualizar todo aquello que, sin recordarlo, había visto en una vela que se había apagado, y miró en su dirección, una pequeña y evidente sonrisa se dibujó en sus labios.

La llama bailaba.



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27 de abril de 2020

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