01: Un deseo a la estrella fugaz

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Había una vez en la ciudad de Feldberg, un reinado lleno de paz y bondad. El rey Donald Way había heredado el trono de su padre dos años atrás y desde entonces dedicó horas y horas de arduo trabajo para que entre los habitantes de aquel lugar existiera siempre la prosperidad, la honestidad, la esperanza y el buen convivir.

El rey ya era un hombre mayor, tenía 42 años. Contrajo nupcias a los 28 años con la ahora actual reina, Donna Way. Ella era una mujer buena, sencilla, dulce, dedicada a cuidar a su esposo, a apoyarlo en las decisiones que debía tomar y a amarlo.

Sin embargo en esos catorce años de matrimonio los reyes de Feldberg no habían podido concebir a su primer hijo o hija, el que fuese el sucesor en la Corona. Mandaron a llamar al castillo a muchos médicos estudiados de Francia e Inglaterra, incluso se presentaron un par de curanderos, pues la necesidad de la reina por darle un hijo al rey era tanta que no le importaba que debía hacer.

La reina había perdido la risa, el color de sus mejillas y pesadillas la atormentaban durante su sueño. Cansada de todo aquello, una mañana decidió caminar por los jardines del castillo. Se sentó en el redondel de piedra de la fuente en forma de doncella que estaba al centro de un rosal. Alzó su vista al cielo y suspiró.

Sus ojos estaban húmedos y picaban por el esfuerzo que hacía para no llorar. De pronto en el manto azulado que cubría el cielo vio pasar un resplandor, parecía un destello de luz. Fue rápido y se perdió en el resto de puntos brillantes que vibraban en aquella inmensidad de azul.

A la mente de la reina regresó un recuerdo cuando era muy niña, mientras su madre la arropaba para ir a dormir le contó un cuento. Uno que hablaba sobre destellos de luces en el cielo que solo ciertas personas podían ver, únicamente una vez en sus vidas. Aquellos destellos se llamaban estrellas fugaces. Su madre le había dicho también que si algún día miraba una debía pedir un deseo, no uno cualquiera, sino algo verdadero que deseara desde el fondo de su corazón.

La reina sonrió y limpió las lágrimas que habían corrido por sus mejillas sin darse cuenta. Volvió su vista hacia el cielo y colocó una mano sobre su corazón y la otra sobre su vientre vacío.

—Querida estrella fugaz, mi deseo es que por favor me ayudes a convertirme en madre. Quiero tener un hijo que sea la felicidad de mi esposo. Que llene de alegría y de luz su vida —dijo en voz alta, con una media sonrisa en sus labios—. No importa cuál sea el precio que me toque pagar —agregó al final.

Luego de aquello sintió una llama de esperanza emanar de su pecho y al poco tiempo llegaron a ella malestares matutinos y constantes mareos. El médico de la realeza no podía creer en las noticias que debían dar a la pareja frente a él. No había dudas la reina estaba en cinta sin embargo no entendía como aquello había sido posible.

—La ciencia puede que me juzgue pero no puedo abstenerme de decirlo —dijo el hombre vestido con una bata blanca y un maletín en su mano. La reina estaba sentada en su cama nerviosa a la espera de las noticias mientras su esposo estaba a su lado abrazándola por los hombros—. Esto es un verdadero milagro. Felicidades su majestad, la reina está en cinta.

Las celebraciones tras aquella noticia duraron casi una semana. Cada habitante del reino había hecho un regalo para la reina y para el futuro príncipe o princesa. No era un secreto para nadie la situación que ella atravesaba, así que luego de enterarse de la buena nueva todos celebraron con mucha dicha.

Los meses avanzaron con rapidez así como el vientre de la reina creció hasta ser muy abultado y redondito. Faltaba tan poco para que el bebé llegase a sus brazos que ella no podía controlar la emoción.

Esa tarde en particular la reina no pudo salir a dar su caminata diaria por el jardín, estaba nevando mucho, el frío quemaba la piel y la nieve cubría todo el suelo. Ella se decidió a ir a la habitación del bebé, todo estaba ya en perfecto orden, únicamente esperando por él o ella. La reina decidió bordar un poco para distraerse, se sentó en una silla junto a la ventana semiabierta e inició su labor.

Mientras bordaba pinchó su dedo. De la herida brotaron un par de gotas de sangre. No supo porque se puso de pie y se acercó a la ventana. Tres gotas de sangre cayeron sobre la nieve acumulada en el alféizar de ébano negro. Ella sonrió ante lo que miraba.

—Como quisiera que mi bebé tuviese la piel blanca como la nieve, sus labios rojos como la sangre y sus cabellos negros como el ébano —dijo dejando una pequeña caricia sobre su vientre, la criatura se removió un poco y ella sonrió feliz—. Serás un bebé muy hermoso.

Cuatro días después la sombra brumosa del invierno cubría todo el reinado. Ese día nacería el heredero del reino.

La reina estaba cansada y exhausta después de las horas que habían pasado para que trajera al mundo a su hijo. Había sido un niño pequeño y hermoso que reposaba ahora sobre su pecho.

El rey al que le habían permitido la entrada a la habitación hacía pocos segundos dejó un beso en la frente de la reina y le agradeció por el hijo que acababa de darle. Tomó la pequeña mano del recién nacido y sonrió orgulloso, feliz, pero cuando notó la intensa mirada del médico sobre él, levantó su vista.

Lo que encontró en la mirada del otro hombre le devastó. Su dicha se vio empañada de malas noticias también.

Hazy Shade of Winter ➛FrerardWhere stories live. Discover now