12: El ataúd de cristal

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Cuando los hombres entraron a la cabaña no pudieron evitar la opresión que se instauró en sus pechos. Todo el lugar estaba en completa oscuridad y la ausencia de la melodiosa voz del príncipe Gerard era demasiado notoria.

Kurt y Joss consiguieron unas largas velas de cera para iluminar la sala, al instante las lágrimas brotaron de sus ojos pues no esperaban encontrar el pálido cuerpo del príncipe tirado sobre el frío suelo. Sus labios no tenían color y sus ojos estaban cerrados.

—Gerard... —susurró Lukas en el momento en que se dejó caer sobre el suelo. Alzó la cabeza del príncipe y la acomodó con cuidado sobre sus piernas.

—¿Él está...? —preguntó Fritz en un tono de voz casi inaudible.

—¡No puede ser! —gritó colérico Hanz—. Nosotros vimos como esa malvada mujer se redujo a la nada y como sus hechizos se rompieron. ¡No lo entiendo! ¡Él debería estar vivo!

Eder que se había mantenido en silencio y cabizbajo hasta el momento, arrastró sus pies a una esquina de la habitación donde yacía el fruto rojo. Se inclinó y recogió la manzana  que estaba abandonada ahí. La inspeccionó notando que tenía una única mordida. Reconoció ante la maldad a la que se enfrentaban y no le quedó más remedio que sollozar de tristeza.

Con pasos torpes se acercó al frío cuerpo del príncipe, tomó sus manos con delicadeza y se las enlazó sobre el vientre.

—No, él no está muerto —dijo al tiempo en que sus lágrimas cayeron sobre las manos de Gerard.

—¿Cómo lo sabes? —le cuestionó Hanz inmediatamente.

—Ella lo hechizó con algo peor que la muerte, le dio una manzana envenenada para que se sumergiera en la muerte somnífera por siempre...

—¿Cómo? —preguntó Joss, el tímido.

—Una vez cuando éramos pequeños y me gustaba escapar a la plaza, escuché una historia de hechizos y maldición, la maldición con la que castigaron a la princesa fue a comer una manzana envenenada. 

—Bueno, entonces también sabes como lo podemos ayudar, ¿no? —interrumpió Hanz con la ilusión pintada en sus ojos pétreos. Eder asintió más no levantó su vista del regazo del príncipe—. Entonces, ¿qué esperamos?

—No es algo que esté a nuestro alcance... —musitó—. La única forma de romper su hechizo es con un beso de amor verdadero...

El silencio lúgubre se volvió a apropiar del ambiente, ninguno de los siete sabía que decir ni qué hacer. Tenían la solución en sus manos sin embargo a la misma vez no tenían nada pues desconocían si el príncipe había conseguido conocer al amor de su vida.

Un par de horas más tarde después de haber discutido que hacer, los hombrecillos habían conseguido un ataúd con tapa de cristal y borde de oro para acomodar ahí el cuerpo del príncipe y que pudiese descansar con tranquilidad mientras reposaba sobre un suave colchón de plumas a la espera del día en que su amor llegara por él.

Estuvieron velando el sueño del príncipe Gerard durante toda la noche, formaron un semicírculo a su alrededor y se sentaron ahí a acompañarle. No decían nada tan solo se limitaban a sollozar y llorar en silencio, sintiendo todos por igual aquel vacío desolador en sus corazones.

El alba llegó tímida sin rayos de sol iluminando el lugar y sin cantares de aves. Al tiempo en que las velas agotaron sus últimas fuerzas de luz, la despedida había llegado.

Una caravana triste encabezada por los conejos y las avecillas amigas del príncipe Gerard fueron los primeros en salir de la cabaña, a ellos le siguieron seis hombrecillos que cargaban el ostentoso ataúd de cristal, Lukas iba detrás tarareando una melancolía melodía mientras sostenía entre sus manos la capa roja que el príncipe había llevado consigo el día que llegó a sus vidas, la había encontrado colgada en el perchero junto a la chimenea antes de partir y la tomó para entregársela al príncipe en el lugar que se convertiría en su nueva morada; por último, cerraban la marcha los ciervos, quienes se consolaban entre sí ante tan devastadora situación.

Colocaron con cuidado el ataúd sobre unos troncos de árboles, la tapa fue removida con sutileza y a los pies del príncipe fue colocada su capa roja. Uno por uno, los hombrecillos se fueron despidiendo de él, agradeciéndole las atenciones que les había dado y rogando porque pronto su hechizo fuese roto.

Les tocó dejar al príncipe de Feldbreg en ese lugar pues sabían que a él le gustaría, estaba rodeado de mucha flora y cerca de ahí se encontraba un manantial con arbustos frutales alrededor.

Los siete hombrecillos se terminaron de marchar con el mayor de los pesares y bajo la promesa de que volverían cada día a visitarlo.

Después de casi cuatro días recorriendo el Bosque Negro sin descanso, en busca del hermoso joven al que le pertenecía la cinta roja que ahora estaba sujeta a su mano y el dueño de tan melódica voz, el príncipe Frank Iero finalmente lo había encontrado.

Él andaba sobre su caballo blanco mientras su cabello color castaño era movido con sutileza por las suaves ráfagas de viento. Había decidido volver a su punto de partida, al claro donde había escuchado el cántico más precioso de su vida, pues su búsqueda se estaba tornando inútil, no había podido encontrarlo.

El ruido de pasos, un leve murmullo y un triste silbido lo alertó, bajó del animal y lo ató a un tronco. Con cautela se acercó más al lugar de donde provenían los sonidos y logró observar al grupo de hombres, originarios de su propio reinado, rendir un pequeño homenaje al ser que llevaban en un ataúd.

Le entristeció ver todo aquello pero no pudo resistir la necesidad de acercarse a averiguar de quien se trataba. Aprovechó el momento en que los hombrecillos se fueron para dirigirse con pasos cuidadosos hacía el ataúd de cristal.

Con las yemas de sus dedos repasó la superficie del material mientras un nudo crecía en su pecho. Había encontrado al joven que buscaba y verlo en ese estado le había deshecho el corazón.

Le observó con atención, admirando cada detalle de su rostro e innumerables lágrimas descendieron por sus mejillas al reconocer al dueño de su corazón.

Cabellos negros como el ébano y piel blanca como la nieve, sus labios rojos como la sangre.

Era él, el príncipe Gerard Arthur. A quien había amado desde el instante que lo conoció en su fiesta de cumpleaños un par de años atrás. En aquel entonces eran tan solo unos niños pero el príncipe Frank supo tiempo después que aquello que sentía en su pecho al recordar al niño con mejillas rellenitas y cabello trenzado era un sentimiento puro, era amor.

Sin dejar de derramar lágrimas el príncipe Frank retiró el cristal que cubría el delicado cuerpo de Gerard, tomó la parte posterior de su cabeza y lo alzó con cuidado, trazando con cariño las facciones de su rostro.

Sentía un dolor tan inmenso en su corazón al no percibir su respiración y tener entre sus manos su frío cuerpo. El príncipe trató de serenarse y habló;

—Mi vida, lamento haber llegado tarde por ti... lo siento tanto —se disculpó y abrazó el cuerpo contra su pecho.

Unos segundos después el príncipe Frank se alejó, contempló el rostro de suaves facciones del príncipe Gerard y sintió la necesidad  candente de besarle.

Con castidad y ternura presionó sus labios contra los ajenos. Su primer beso para el amor de su vida. Un beso de amor verdadero.

Hazy Shade of Winter ➛FrerardWhere stories live. Discover now