05: El espejo mágico

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La reina Alejandrina observó a Gerard desde lo alto por un rato más, su mirada cristalina captó cada mínimo movimiento que hizo hasta que lo vio ponerse de pie y caminar con pasos torpes hasta dentro del castillo. Sonrió satisfecha al ver los hombros caídos del joven príncipe y los pequeños rastros de lágrimas que yacían en sus mejillas.

Con un suspiro se alejó del marco de la ventana y dejó de acariciar su dije de plata, era una piedra roja de opalo con forma de lagrima la cual nunca retiraba de su largo cuello. Cerró las cortinas de la tela dejando la habitación en penumbra.

Después de un movimiento de sus manos en forma envolvente las llamas de los candelabros fueron encendidas, dejando ver lo que había en la habitación. En una vieja mesa de madera había un caldero y muchos recipientes de vidrio con líquidos de colores. A su izquierda estaba un cofre de cobre abierto con agujas, hilos y tijeras. En el centro de la habitación la reina tenía un enorme asiento con forma de trono forrado en cuero negro y a la par un cuervo negro que le observaba con atención con sus parcos y amarillentos ojos, el animal estaba quieto dentro de su jaula.

Un brillo singular provenía de un punto en particular en la habitación, colocado en un esquina yacía un espejo grande. La reina se acercó a el y su sonrisa se ensanchó cuando vio su reflejo en el cristal. Pasó sus dedos por el marco de plata y arregló su garganta antes de hablar;

—Espejito, espejito —llamó—. Dime, ¿quién es la persona más hermosa de todo el reino?

Como cada día desde que se había convertido en la reina de Feldbreg, Alejandrina le hizo la misma pregunta a su espejo mágico.

Como cada día ansiaba escuchar la misma respuesta.

—Mi reina. —La voz del espejo retumbó fuerte dentro de aquellas paredes, era grave y firme—. Tú eres la dama más hermosa de todo el reino —dijo.

La reina sonrió y pasó la yema de sus dedos por el contorno de su rostro. Estaba contenta pues el espejo siempre le decía lo que tanto le gustaba escuchar ya que el espejo mágico no sabía mentir.

—Pero... —volvió a hablar—. Hay un ser que es mucho más hermoso que tú. Tu joven hijastro, el príncipe Gerard es mil veces más hermoso.

El rostro de la reina se desfiguró en milésimas de segundos. La suave y tersa piel de su rostro se tensó y arrugó, su tez se tornó amarillenta y sus ojos adquirieron una tonalidad verdosa.

Se dejó caer de rodillas y jaló su cabello con sus manos y un fuerte gruñido emergió de su garganta.

Aquella afirmación por parte de su espejo no podía ser cierta. Ella era la mujer más hermosa de todo el reino y ni el príncipe Gerard ni nadie podía cambiarlo.

Trató de serenarse por un par de minutos, pensó en una solución para aquel descontento tan grande. A medida que el tiempo avanzaba su rostro y sus ojos volvían a la normalidad. Se frotó el rostro con desesperación pues ya le había quitado todo a ese príncipe aún sin saber que él se interpondría en su camino de esa manera. Le había quitado a sus amigos, a su padre, el derecho a festejar, le había prohibido tanto y le había hecho llorar de tantas maneras que era imposible que tuviera un rostro hermoso y perfecto.

Una idea apareció en su mente cuando su mirada enfocó al cuervo. Lo vio sacudir su plumaje negro y el movimiento que causó el batir de sus alas le recordó al velo de la dama silenciosa que acaba con la vida.

Se incorporó de inmediato, arregló su vestido y salió de aquella habitación. Caminó con pasos apresurados por el desolado pasillo hasta alcanzar las escaleras y continuar derecho hasta el salón real. El rey no se encontraba ahí, así que todo sería mucho más fácil.

—Quiero que traigan ante mi al cazador más fuerte y valiente —ordenó con voz firme—. Déjenlo en la entrada y todos los demás retirense.

—Si mi señora —respondieron todos los guardias a coro, siguiendo de inmediato la orden que acaban de recibir.

El sonido de la pesada puerta resonó una vez más al cabo de pocos minutos. En frente estaba un hombre alto, con fuertes brazos y cabello rizado atado en una coleta. Llevaba puestos unos pantalones de cuero a juego con una chaqueta negra, unas fajas cruzadas en forma de X sobre su pecho, en la funda sujeta a su cintura estaba su espada y en su rostro yacía un parche, cubriendo su ojo derecho.

—¿Nombre? —preguntó sin preámbulos la reina.

—Raymond Toro —respondió él.

—Bien. Tengo una misión importante para ti Raymond Toro. —La reina se levantó de su sitio, yendo hasta él y caminando a su alrededor—. Y es algo que solo sabremos tú y yo —susurró muy cerca de su oreja, su aliento rozando la piel del hombre moreno.

—Si mi reina —respondió con firmeza ni siquiera inmutándose por la cercanía.

—Llevarás al príncipe Gerard al centro del Bosque Negro y ahí acabarás con su vida —dijo de la misma manera susurrante—. Y como prueba de tu fidelidad me traerás su corazón en un cofre de oro.

Se alejó de él de golpe luciendo una sonrisa mucho más amplia. Su rostro denotaba orgullo y ni una sola gota de remordimiento.

—Si mi señora. —Fue lo único que dijo a pesar de que su corazón se había contraído al escuchar la orden de la reina.

—Puedes irte Raymond Toro —le dijo haciendo una seña con su mano—. ¡Oh! Olvidé decirlo —habló cuando el hombre había girado sobre sus talones y comenzaba a andar—. Tienes hasta mañana al atardecer.

Hazy Shade of Winter ➛FrerardWhere stories live. Discover now